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Lo peor es no saber que no se sabe

El nuevo libro de Peter Burke pasa revista a algunas de las más importantes consecuencias que se han derivado del saber erróneo en los planos político, religioso, bélico o científico en los últimos 500 años

Retrato del autor Peter Burke.Lo peor es no saber que no se sabe

En nuestros días, la ignorancia es la gran ignorada. Aunque tal vez resultara más preciso decir que es la gran malinterpretada. En buena medida, la mala interpretación se deriva de una confusión de base, la que da por descontado que la ignorancia agota su definición en la de ausencia de saber. De esta manera, queda identificada con la negatividad sin más o, si se prefiere, con el completo vacío.

Pero la ignorancia no puede ser reducida al simple y escueto no-saber. De ella cabe predicar su condición de principio activo, capaz de generar sus específicos efectos. Pues bien, es a la descripción, análisis y critica de los más destacados a lo que se dedica el catedrático emérito de Historia Cultural en la Universidad de Cambridge Peter Burke en su estimulante, original y brillante libro Ignorancia. Una historia global. A lo largo de sus páginas, el autor pasa revista a algunas de las más importantes consecuencias que se han derivado de la ignorancia en diversos planos (político, religioso, bélico, científico...) en los últimos 500 años.

En efecto, si la ignorancia se redujera a ausencia de saber, un libro sobre la misma tendría las páginas en blanco, señala el autor con ironía. Pero se conoce que, por parafrasear por enésima vez el célebre dictum aristotélico, también el no-ser (del no-saber) se dice de muchas maneras. De todas ellas, tal vez la menos inquietante, en la medida en que apenas da lugar a malentendidos teóricos, es la que reconoce su condición de conocimiento pendiente. Tal ocurre cuando, pongamos por caso, un astrofísico afirma que ignoramos, por no disponer de los instrumentos adecuados, si existe alguna forma de vida en una galaxia a miles de años luz de la nuestra.

La causa de la condición digamos que inocua de esta variante de ignorancia parece clara: se trata de una ignorancia que reconoce su condición de tal, de una ignorancia —permítasenos la paradójica formulación— autoconsciente. Los problemas surgen cuando determinados discursos o planteamientos que pasan por ser conocimiento verdadero sin serlo objetivamente obturan la posibilidad misma de dicha autoconciencia. En ese sentido, y desde una perspectiva estrictamente epistemológica, cabría sostener que la falsedad es una forma de ignorancia que desconoce su propia condición. A diferencia de la anterior modalidad de ignorancia, en esta el lugar del saber no se ve ocupado por el silencio de la página en blanco sino por el error.

Lejos de ser un matiz sin demasiada importancia, es en la autoconciencia de su propia condición donde se dilucida el signo que va a adoptar la ignorancia. Que, conviene subrayarlo frente a algunos tópicos muy consolidados, no es negativo por principio. Incluso al contario: no hay motor más poderoso ni punto de partida más firme para la búsqueda del conocimiento que la conciencia de ser ignorante (el "solo sé que no sé nada" socrático). De ahí que resulte manifiestamente desacertado calificar como ignorante a alguien por el hecho de que no sepa algo, entre otras razones porque no hay nadie que lo sepa todo y, en consecuencia, todo el mundo sin excepción es ignorante en alguna medida. Lo que de veras define al ignorante en sentido propio y fuerte es otro hecho, el de que no sabe que no sabe.

Esta otra modalidad de no saber sí da lugar a unos específicos efectos, ciertamente relevantes, como Burke señala con profusión de ejemplos en su libro. Porque, declarando innecesaria la búsqueda del conocimiento con pretensiones de verdad, la ignorancia en tanto saber erróneo cumple la función de ocupar el lugar de aquel. En tiempos como los actuales, de sobreabundancia de unos pseudoconocimientos que nos hacen falsamente autosuficientes, a la peor ignorancia le aguarda un futuro esplendoroso.



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