´Cobalto rojo´, una novela que retrata el horror
La investigación de Siddharth Kara expone las condiciones infrahumanas que sufren los trabajadores de las minas de cobalto de República Democrática del Congo, un material usado para la fabricación de teléfonos celulares
El horror, el horror. Siddharth Kara repite la frase de la novela de Joseph Conrad en varias ocasiones para señalar la continuidad que existe entre las diversas estructuras de explotación que ha soportado el territorio que hoy es la República Democrática del Congo. Cambian los detalles, pero el modelo permanece. Su libro habla del cobalto; pero, antes de ese metal necesario para las baterías que usan nuestros dispositivos electrónicos, hubo otras materias primas: marfil, caucho, aceite de palma, diamantes, madera, cobre y, sobre todo, personas. Ningún país ha sido más explotado, sostiene Kara.
El libro recorre las zonas mineras del país y se centra en la estructura informal que prolifera en la parte inicial del proceso extractivo tras el colapso en los noventa de la empresa estatal Gécamines. Son los riders del cobalto. Los mineros artesanales carecen de contrato, su remuneración es mínima y a destajo, deben aportar el material y asumen todos los riesgos. Tras extraer el mineral en condiciones infrahumanas, lo venden a compradores oportunistas que después lo trasladan a pequeños mercados. La cadena sigue con mayoristas y empresas de refinado hasta llegar a las multinacionales tecnológicas. La oscuridad de la parte inicial del proceso permite a estas últimas hablar del control estricto de la cadena de suministro, su compromiso con los derechos humanos y sus políticas de tolerancia cero frente al trabajo infantil.
"Nunca he visto una depredación más extrema con fines lucrativos", explica el autor, que lleva décadas investigando los sistemas de esclavitud modernos. Con un estilo sobrio de crónica periodística, Siddharth Kara nos traslada su horror ante las condiciones de trabajo de los mineros artesanales y es complicado no conmoverse con las historias de niños de poco más de diez años destrozados por los accidentes en los túneles o por la inhalación de sustancias tóxicas. Las niñas lo tienen peor, ya que añaden las agresiones sexuales a las condiciones laborales. El libro también explica cómo China disputa a los países occidentales el control de las materias primas a través de la ayuda económica y militar a los gobiernos. La sangrienta historia del país no se entiende sin las industrias extractivas.
"Dile a la gente de tu país que en el Congo muere un niño cada día para que puedan encender sus teléfonos". A pesar de alguna apelación descarnada, el ensayo insiste poco en el consumo individual y se centra tanto en el funcionamiento de la estructura sobre el terreno como en la responsabilidad de la parte alta de la cadena. Es interesante la continuidad que establece el autor con el colonialismo a través del modelo extractivo. Se localiza un territorio productivo, se desplaza a sus habitantes para ocuparlo y se modifica toda la estructura económica y social para que el monocultivo sea la única opción. Esto último permite pasar de la coacción al consentimiento basado en la decisión última del trabajador: los mineros artesanales son libres de aceptar las condiciones. Esta frase siempre olvida que, tras destruir su sistema económico, no hay opción. Hay sólo una: huir. El control de los flujos migratorios depende, sobre todo, de lo que sucede en los países de origen y controlar la industria extractiva puede ser mejor idea que construir muros en el mar.
Es complicado ser optimista. Nuestro modelo obliga a todo lo que existe, tanto el territorio como los seres que lo habitan, a convertirse en mercancía para justificar su existencia. Los seres humanos son su fuerza de trabajo o su capacidad de consumo. La región de Katanga, en el extremo sudoriental, tiene más reservas de cobalto que el resto del planeta junto y lo necesitamos para nuestra transición energética. Los vehículos eléctricos requieren más de mil veces la cantidad necesaria para un móvil. Detrás de la palabra sostenible, hay nombres que quedan en olvido. Los nadie: Glorie, Marline, Nikki, Chance o Kiyonge. Mi abuela siempre tenía una frase en los labios: qué desgracia es nacer en mala tierra.