La fascinación por los monstruos
El último choque cinematográfico entre las dos criaturas y la nueva entrega de los cazafantasmas vuelven a derruir ciudades icónicas alimentando un género que ha perfeccionado su espectáculo visual pero perdido calidad narrativa
Cada vez que se estrena un Godzilla, se repite un comentario: no queremos ver humanos hablando de conspiraciones gubernamentales y problemas familiares, sino a monstruos pegándose y destruyendo ciudades. Si los espectadores tuvieran un mando a distancia, algunos darían a pasar rápido cuando aparecen Millie Bobby Brown o Bryan Cranston charlando sobre conflictos internos como si protagonizaran un shakespeare en el fin del mundo. Tanto que en el tráiler de tres minutos de Godzilla y Kong: el nuevo imperio —que llega este miércoles a los cines españoles—, las personas no ocupaban ni 20 segundos. Mostraba, eso sí, al gorila portando un hacha gigante y montándose a lomos del kaiju (como se denominan los monstruos gigantes japoneses) para luchar unidos. El punto de vista de la película es el de los monstruos. Conocen a su público.
Si el espectador llena una sala IMAX (imagen máxima) lo hará para ver al monstruo escupir rayos violetas, edificios derrumbándose y puentes asediados. Incluso aunque conozca mejor el Golden Gate de San Francisco quebrado que en pie. Charlton Heston sufría esa destrucción de un icono al final de El planeta de los simios, pero el caos en ciudades reconocibles como Nueva York es un lugar cálido y feliz para la audiencia, al contrario que la realidad de Ucrania y Gaza. Esa grandilocuencia con la que todo cae es una razón más para no ver la película en casa. El falso apocalipsis con monstruos por ordenador y cada vez más efectos visuales asegura una experiencia colectiva en salas. Algo clave para los estudios que luchan para que sus superproducciones ocupen las pantallas de calidad premium que, al ser más caras, inflan los datos de taquilla.
Destrucción de la Casa Blanca en la película 'Independence Day', de Roland Emmerich.
Destruir tampoco es nuevo en Hollywood. “Había filmes de catástrofes en el cine mudo. Tuvo un auge en los treinta, su momento de esplendor en los setenta y un resurgimiento en los noventa. En la actualidad, no paran”, recuerda Sintu Amat, autor del libro Disaster Movies. “Haya guerras o no, siempre nos sentiremos atraídos hacia la destrucción y el caos. Aunque estamos convencidos de que no sucederá en un futuro próximo, nos gusta fantasear con visualizarlo y recrearnos en ello. Tenemos un lado oscuro ante cuestiones catastrofistas. Son obras que ponen a personajes normales en situaciones extremas con los que identificarnos”, agrega. Sigmund Freud llamó compulsión de repetición al impulso de replicar situaciones dolorosas que nos lleva a controlar la imaginación y lidiar así con nuestros miedos, hallando comodidad.
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Amat destaca clásicos como San Francisco (1936), La calle del delfín verde (1947), Cuando ruge la marabunta (1954) y El diablo a las cuatro (1961), donde, explica, destacan “argumentos, personajes y diálogos brillantes. Sus catástrofes ayudaban a resolver las tramas y perfilar el destino de los protagonistas”. Apunta que los efectos han mejorado y esa tecnología las ha hecho más vistosas y sencillas de producir, aunque quizás haya sido en detrimento de otras cualidades.
Esta venta de la espectacularidad tiene algo de prosaico en la psicología humana y también un factor económico. En 2023, las salas IMAX batieron récord al ingresar más de 1.000 millones de dólares, con máxima recaudación histórica en 54 países. Su venta de entradas subió un 24,4% en gran parte por Oppenheimer, sobre la creación de esa bomba atómica que hizo nacer a Godzilla como metáfora nuclear en 1954. La mucho más introspectiva Godzilla: Minus One fue el mayor estreno en IMAX de la historia de Japón.
En Hollywood todos pelean por estas salas, incluso Tom Cruise, que se mostró frustrado porque Misión: Imposible no pudiera aprovechar tanta superpantalla por culpa de Oppenheimer. El consejero delegado de IMAX tuvo que mediar: “Me siento triste, pero Nolan tiene un lugar especial en nuestro corazón”. En enero Warner, encajando sus piezas, adelantó dos semanas la batalla de King Kong y Godzilla (rodada en esta tecnología) para tomar el relevo a Dune: parte 2 y no tener que compartir salas IMAX con Civil War, posapocalipsis político de Alex Garland (Ex-Machina) que desde el póster muestra la llama dorada de la estatua de la libertad convertida en búnker entre destrucción.
Imagen de la Nueva York destruida de 'Cazafantasmas: imperio helado'.
Derruir un icono arquitectónico es un tópico inalterable. Lo sabían los creadores de El coloso en llamas en 1974 e Independence Day en 1996, donde aparecía uno de los planos más famosos de la Casa Blanca, destruida por un láser venido del espacio. Dos años después, su director, Roland Emmerich, filmó su Godzilla. Lo sabían cuando un enorme pulpo escaló el Golden Gate en Surgió del fondo del mar (1955) y también cuando Michael Bay, experto destructor, acabó con la neoyorquina Grand Central en Armageddon (1999). Esta vez Kong y Godzilla asumen el legado de Napoleón y se atreven a conquistar las pirámides de Egipto, exactamente como predijo el filme Team America en su parodia sobre el afán de EE UU por destruir iconos en el cine. Por el camino pasean por Cádiz y Gibraltar sin miramientos.
También en las salas sigue proyectándose Cazafantasmas: Imperio helado, saga que comparte motivo glacial y abre la puerta del Empire State a sus monstruos desde 1984, si bien el Hombre de Malvavisco no produce tanto terror. Casi tan poco como Sharknado, que hizo las delicias del cine cutre en seis telefilmes. En positivo, Sintu Amat destaca de la época dorada de las catástrofes: Terremoto (1974) y La aventura del Poseidón (1972), así como Un pueblo llamado Dante’s Peak (1997), la noruega La ola (2015) y Contagio (2011), que se adelantó a la covid.