Voces de ultratumba, delirios de grandeza y cuerpos enfermos
La decepción provocada por las nuevas películas de Coppola, Cronenberg o Paul Schrader confirma la crisis de un cine de autor crepuscular, en la delgada línea entre la libertad creativa y el capricho de director. Mientras tanto, varias propuestas jóvenes, desiguales y estimulantes les plantan cara
Para ser una cita tan volcada en reflejar el cine del presente, en el Festival de Cannes se han escuchado voces que parecían de ultratumba. La edición que termina hoy ha estado dominada por un cine de autor crepuscular, en la delgada línea entre la libertad creativa y el capricho de director. Hemos visto proyectos tan audaces como estériles, propios de demiurgos que solo obedecen a sus obsesiones, como si nadie a su alrededor se hubiera atrevido a decirles que tal vez no hiciera falta hipotecar otra vez sus viñedos. Algunas de las películas que competían por la Palma de Oro desprendían una sensación de arbitrariedad y parecían dirigidas a golpe de decreto por directores endiosados, con el heroísmo del líder que lucha contra viento y marea, hasta que un día ya no recuerda por qué combatía exactamente. Tampoco nos sorprendió en exceso: pese a todos los cambios en curso, Cannes ha vuelto a demostrar que la política de los autores sigue, de momento, intacta.
Francis Ford Coppola y su Megalopolis, el título más esperado del festival, son el mejor ejemplo. Su testamento cinematográfico describe una sociedad en decadencia, un Imperio Romano en el ocaso en el que brotan el populismo y la depravación moral. Coppola lo contrapone al sueño de un visionario que aspira a erigir un mundo nuevo, construido con un material ecorresponsable que solucionará todos los problemas de la humanidad. La película es una oda al genio individual, necesariamente masculino, secundado por dos personajes accesorios que responden al viejo binarismo entre la virgen y la puta, con una falta de sutileza tan alarmante como la ingenuidad que desprende su proyecto político, bastante parecido al despotismo ilustrado de toda la vida.
El arranque del festival, de la mano de Le deuxième acte, la nueva comedia cáustica de Quentin Dupieux, reflejó en pantalla algunos de los debates que sacuden a la industria, de los efectos de las denuncias por agresión a la preocupación que despierta la inteligencia artificial en una masa salarial ya muy precarizada: la película dentro de la película está dirigida por un ente artificial que solo responde a los algoritmos. Fue uno de los leitmotivs de esta edición, teñida de melancolía por un mundo que ya fue, de inquietud por la injerencia creciente de la tecnología, que corroe nuestros cuerpos y modos de vida. Un ejemplo: en el desigual regreso de David Cronenberg, The Shrouds, una mortaja de nueva generación dotada de sensores permite observar la desintegración del cuerpo de los difuntos en tiempo real desde la pantalla de nuestro móvil. Y un asistente personal pasa de ser un mimoso koala a cobrar el aspecto de la difunta esposa del protagonista, con las extremidades mutiladas por un cáncer galopante, tras un robo de datos por un tercero. En resumen, la vida era un poco menos complicada en tiempos de Clippy, el inenarrable ayudante de Microsoft Word, allá por el último cambio de milenio.
Otro mito casi octogenario como Paul Schrader también se va con mal sabor de boca, salvo presencia imprevista en el palmarés que se anunciará esta tarde. El director abandona la buena racha de los últimos años, que hacía pensar en una resurrección en la recta final, con Oh, Canada, relato a mayor gloria de un viejo cineasta (¡sorpresa!) que, debilitado por la enfermedad, decide conceder una última entrevista definitiva en la que revelará todos los secretos de su existencia: de nuevo, un anciano sabio que se marcha dispensando lecciones de vida que nadie le pidió. Lejos de ridiculizar el excepcionalismo de su protagonista, que es también el de toda una élite cultural, Schrader cede a la reverencia involuntaria ante ese genio tiránico, sin que entendamos por qué su vida es más relevante que la de cualquier hijo de vecino, incluida su sufrida y silente esposa.
- En las generaciones posteriores también hubo algún antojo de autor embriagado por la gloria. Por ejemplo, Yorgos Lanthimos con Kinds of Kindness, regreso temático a su periodo griego (repitan conmigo: el amor es una construcción social y el cinismo, un imperativo categórico), solo que ahora rodada con medios propios de un cine industrial. A estas alturas, su sadismo y su nihilismo resultan un tanto vacuos y sobreactuados. Por su parte, Paolo Sorrentino tuvo la osadía de definir su nueva película, Parthenope, como su "primera epopeya feminista", siendo el retrato de una mujer cosificada y vista como un ser mitológico, a la que el napolitano envuelve de una suntuosa estética, en un cruce imposible entre el mundo de Elena Ferrante y una publicidad de marca de lujo (después de todo, la de Sorrentino fue una de las tres películas de la sección oficial coproducidas por Saint Laurent).
Ante estas celebraciones del arte encarnado en un cineasta superdotado, solo en lo alto de la cúspide, emocionaba descubrir los créditos finales de Bird, el nuevo drama social de Andrea Arnold: una larga lista de participantes en la película en orden alfabético, sin jerarquías ni menciones a sus cargos. Ya sabemos lo que dieron de sí las cooperativas en el cine, pero tal vez exista un punto medio entre la reunión asamblearia en círculo y la negación del trabajo colectivo que desprende el cine autorreferencial y rayano en el delirio de grandeza que hemos visto en el festival.
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En esta edición tirando a mediocre no hubo un relevo meritorio, salvo ceguera colosal, respecto a títulos descubiertos en Cannes en 2023, como Anatomía de una caída o La zona de interés. Pero sí hubo, pese a todo, una radiografía del presente. Abundaron los cuerpos enfermos, carcomidos por el paso del tiempo. Enfrentados a la violencia de una sociedad desarrollada pero inhumana, errando en un vacío sideral, en medio de videojuegos escapistas y programas de telerrealidad (Diamant brut). Cuerpos mutilados: hasta tres películas incluyeron un plano idéntico de dedos amputados. Cuerpos desdoblados que visten ropajes ajenos, como en Marcello Mio, fallido experimento de Christophe Honoré con Chiara Mastroianni travestida como su padre, o en Misericordia, el excelente regreso de Alain Guiraudie. Y hubo cuerpos en transición para cambiar de identidad, como la protagonista de Emilia Pérez, de Jacques Audiard.
La película fascina por su valentía kamikaze y por su improbable mezcla de géneros, del thriller a la comedia musical, pero también por una desagradable sensación de conversión a lo woke por mero oportunismo. Audiard sobrevuela la cuestión trans sin profundizar en la psique de su protagonista, como si acudiera al desfile del orgullo, pero únicamente para observarlo desde la acera. Su película desprende un esencialismo extraño: la protagonista, narcotraficante reconvertido en fundadora de una ONG que localiza los cuerpos de sus antiguas víctimas (¡!), corrige como mujer lo que hizo mal como hombre, gracias a una serie de giros inexplicables en el plano dramatúrgico, pero es que a los grandes directores nunca se les pide mucha coherencia.
La actriz Zoe Saldaña, en un número musical de 'Emilia Pérez'.
Vincent Cassel y Guy Pearce en el cementerio tecnológico profanado de 'The Shrouds', de David Cronenberg.