La galería de los prófugos del arte en Ciudad de México
Desde hace diez meses, este espacio ha acogido el trabajo de más de 30 artistas que van desde los más entrenados y viejos hasta jóvenes que nunca han estudiado en una escuela de arte
Un palo y una pequeña libreta de Peppa Pig. Esos son los últimos objetos que ha recogido de la calle Jesús Alcántara, un jardinero de 70 años que lleva toda la vida pintando después del trabajo y vendiendo sus obras en la calle por unos 300 pesos. Algunos clientes le decían que las estaba regalando, que su trabajo valía mucho más. Él no hacía mucho caso, pedía una propina y continuaba con su día. Hasta que conoció a Juanpablo Avendaño, el creador de la galería Otra cosa sin nombre, ubicada en el número 110 de la calle Colima, en la Roma Norte, Ciudad de México.
Fernando Caridi, pintor de 44 años que colabora en con Otra cosa sin nombre, lo explica mejor que nadie. En la capital del arte en Latinoamérica, con más 172 museos y 280 galerías de arte registradas por la Secretaría de Cultura, la industria “ya no tiene nada que ver con la práctica del arte ni con los artistas, es un tumor de la economía, un negocio que solo permite lavar dinero y especular”, asegura.
Él nunca consiguió encajar en el sistema. Durante un tiempo estuvo trabajando en varios museos de la ciudad, pero no duraba demasiado. “Me despedían una y otra vez por dar mi opinión, porque no estaba de acuerdo con la forma que tenían de funcionar”, cuenta. Le gusta este espacio “porque no es un cubo blanco como el resto de galerías, es un espacio orgánico, dinámico”, dice el artista de origen chileno. “El otro día se cayó un bote de pintura negra y dijimos ah, pues vamos a pintar el piso de negro”. Y así lo hicieron.
El palo de dos palmos de largo y forma de s estirada que ha encontrado Alcántara en la calle es para hacer una escultura —“voy a hacer un arte objeto”, asegura entusiasmado— del estilo de las que tiene repartidas por la galería. Sobre la mesa de la entrada se puede ver un ejemplo. Es una escultura cuyo eje central es un palo entreverado de cables eléctricos, pequeños trozos de metal y un cucharón de plástico que le da al conjunto un aspecto humanoide, como de señor mayor espigado y con chepa que pasea por la calle. Alcántara nunca ha ido a una clase de arte, lleva toda la vida trabajando de jardinero y su único maestro han sido los libros de arte y los museos.
Aun así, la galería se ha llenado de sus pinturas, que realiza tanto en grandes lienzos como en papeles desechables, hojas de revistas y cartones. “Esto es mío”, dice orgulloso, y señala un cuadro en lo alto de una pared. Entre sus cuatro esquinas ha pintado una cara de expresión descolocada, oscura sobre fondo oscuro, cuyos dientes superiores parecen morder la repisa sobre la que está apoyada. El dueño de la galería, Juanpablo Avendaño (44 años), dirá después: “Llevó toda la vida en esto y nunca he visto algo así”.
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Como la galería, cuya idea surgió el día que Juanpablo se dio cuenta de que habían desocupado el bajo del edificio donde vive, los artistas que exponen aquí lo hacen también por casualidad. Laura Marín (32 años) es una mujer de origen colombiano que ha vivido desde pequeña en Estados Unidos, el lugar al que decidieron emigrar sus padres buscando un mejor futuro. Ella creció en ese país, estudió historia del arte y trabajó en galerías y museos en Nueva York. Estaba donde se suponía que tenía que estar, pero no sentía que aquel fuera su lugar. Ahora vive con su pareja en Campeche, un pequeño municipio al sur de México. “Uno no puede dejar de participar en el capitalismo, pero puede reducir la destrucción que provoca”, explica mientras se afana con el tórculo.
Manuela Johanna Covini es una alemana de 63 años, está jubilada y tiene un estudio en Berlín y otro en Coyoacán. Aunque vive seis meses de cada año en Alemania, se siente profundamente mexicana. “Pero si hasta me llamo Manuela”, asegura. Esta mujer ha sido de todo: jardinera, enfermera, periodista y cineasta. “Poquito a poquito iba guardando dinero”, para algún día poder dedicarse por completo al arte. Y eso es precisamente lo que está haciendo. José Flores (38 años) consiguió un mecenas, un quiropráctico que siempre quiso ser artista y que acabó por financiarle mientras él aprendía una técnica que le ha traído hasta aquí: pinturas tridimensionales con resina. Sobre una concha de mar o una lata de atún vacía, Flores aplica capas de pintura y de resina hasta crear peces tridimensionales hiperrealistas.
Ana Marín, de 26 años, empezó a tallar trozos de madera en su casa de Malinalco, un pueblo mágico al sur del Estado de México. Los utilizaba para hacer impresiones sobre papel y crear grabados artesanales. “Quitaba el negativo con una gubia, ponía tinta en la madera y luego, en vez de usar un tórculo, que no tenía, apretaba y apretaba con una cuchara, hasta que conseguía que la tinta pasará al papel”, cuenta. Ahora, gracias al tórculo de la galería, ha podido crear sus primeras impresiones sin tener que apretar con la cuchara. El resultado son torres eléctricas en mitad del campo, que le encantan. “Estoy obsesionada con las torres eléctricas”, sentencia.
“Ayer me encontré esta libretita”, dice Alcántara, y saca de su macuto una libreta de Peppa Pig, la cerdita rosa de dibujos animados. En la portada se reconocen los trazos de su bolígrafo, y en el interior ya ha pintado más de diez hojas. “Yo intervengo todo. Aquí esta persona escribió letras, y yo hice mis dibujos”, dice el señor. Luego pasa la página y aparece un poema, de unos pocos versos. “Apenas lo acabo de hacer”, dice, y empieza a buscar algo en su bolsillo. Cuando encuentra las gafas, se las pone y recita: “Transité sin llanto, / un fantasma más. / Monótono y ruin fue mi andar, / copulé con una extraña y procreé / nunca me amé. / Mi descendencia fue parca, estéril. / Ni en mi ancianidad me conocí”.
Al terminar la lectura aclara: “Claro que el día de hoy yo sí me conozco. Yo ya sé quién soy, lo que tengo y a dónde voy”. “¿Y por qué mientes?”, le pregunta Juanpablo en tono jocoso. Alcántara se ríe y contesta: “¡No!, pero es que un texto poético, no entiendes”. Luego pregunta: “¿Quieres que te haga una pintura?”. Antes de que llegue la respuesta, llama a José y le pide una hoja limpia. “¿Me regalas un poco de café?”, pregunta al periodista. “Sí, claro”. Inclina la taza, vierte un poco del líquido marrón sobre el papel y lo empieza a mover, como se mueve el aceite en una sartén antes de cocinar. “Esta pintura se va haciendo sola, nada más yo la manejo”, asegura Alcántara.
Cuando el papel ha absorbido el líquido, agarra un bote con tizas y empieza a dibujar. Algunos trozos, los más húmedos, se rompen cuando pasa la tiza por encima, pero él no se amedrenta y dice: “Esto no se ha roto, lo rompí yo, forma parte de la obra”. “Yo hago lo que me dice la pintura”, continúa. Se deja guiar por la forma de las manchas y va creando caras, cuerpos, instrumentos musicales, “esto pareciese que es una mujer”, dice, y luego: “Mira, aquí ha salido solito el cabello”. Cuando termina, el papel sucio con el que empezó parece otro, una especie de prototipo picassiano de caras y miradas arcaicas (¿Tienes pintores favoritos? “Picasso, es un genio Picasso”).
Parece que ha terminado, pero no. Agarra el palo que se ha encontrado en la calle esta mañana y dice: “Voy a utilizarlo, para que vea que lo tengo en cuenta”. Así que apoya el palo sobre el papel y traza unas líneas irregulares. “Ahí está”, dice por fin.