Broch, omnipresente e invisible
La escasa difusión en español de las obras del autor vienés contrasta con su influencia en la literatura y el pensamiento posmodernos
De los maestros de la cultura europea-judía-vienesa del siglo XX, Hermann Broch (Viena, 1886-New Haven, 1951) es, quizá, el más inaprensible. Primero, por lo sinuoso de su circulación. Es imposible aquí reconstruir el devenir de su recepción literaria en castellano, primero en Argentina y después en España. Sólo un ejemplo: en 1946, en Buenos Aires, se publicó, en la editorial Santiago Rueda, su recién aparecida novela —o poema en prosa o meditación— La muerte de Virgilio. Lo mismo sucedió con el primer volumen de la trilogía Los sonámbulos, en traducción —ambas obras— de Arístides Gregori.
Poesía e investigación aloja estudios notoriamente influyentes tanto en la segunda mitad del siglo XX como en los inicios del siglo XXI. Uno de los más conocidos es Kitsch y arte de tendencia (1933), ensayo que, tras Der Kitsch. Eine Studie über die Entartung (1925), de Fritz Karpfen, inauguró el escrutinio de ese concepto. En los debates posteriores sobre la relación entre arte elevado y cultura de masas, midcult, camp y posmodernismo, encontraremos a Broch, muchas veces matizado o discutido, aunque siempre evocado: en Clement Greenberg, Dwight Macdonald, Umberto Eco, Abraham Moles, Milan Kundera, Susan Sontag, Klaus Theweleit y, quizá, en Andreas Huyssen. Suele afirmarse que lo kitsch, desde una visión elitista de la relación entre arte elevado y arte de masas, es en Broch lo totalmente rechazable: el mal. No obstante, el mal no está fuera. Él muestra que, en la modernidad, el arte que aspira a la autonomía totalizante —a la Wagner— incluye en su propia concepción el rasgo kitsch del que se quiere huir.
Hay un tercer Broch que oblicuamente inaugura linajes. Es el que comparte una idea que desarrolló hacia 1966 T. W. Adorno a partir del último Beethoven y popularizó Edward Said en Sobre el estilo tardío, música y literatura a contracorriente. Broch no había hablado de estilo tardío, sino de “estilo de la vejez”, aunque es evidente que su posición era similar: en la vejez o en lo tardío hay un efecto de desapego creador con respecto a la servidumbre de la novedad; la serena impersonalidad de lo convencional retorna, despreocupándose de lo expresivo y de lo individual.
Sus escritos aparecen evocados muchas veces en los debates sobre la relación entre arte elevado y cultura de masas
El texto de Broch, escrito entre 1942 y 1948, es breve y oscuro, y se publicó en castellano como posfacio a De la Ilíada, de Rachel Bespaloff (Minúscula, 2009). Broch se ocupa del final del ensayo de Bespaloff en el que ella sostiene que no se puede hablar de un mundo homérico o tolstoiano como se habla de uno dantesco o balzaciano porque el universo de Homero y de Tolstói es el nuestro. No entramos en él, dice Bespaloff, pues ya estamos en él. De esta fusión ciertamente intemporal Broch extrae la intuición que anticipa a Adorno y a Said: “Qué extraño desarrollo el de la expresión humana, puesto que, aparentemente, retorna a su fuente mítica. ¿No parece un retorno tardío? Y si lo es, ¿no presagia el crepúsculo que antecede a la noche? ¿No es la curva que se remonta a la infancia? Sin duda, el mito abarca cualidades de ambos periodos: el de la infancia (casi idéntico al del hombre primitivo) y el de la vejez, y estos dos estilos expresan lo esencial y nada más que lo esencial, el uno antes de que haya entrado en el reino de los problemas subjetivos, el otro cuando haya dejado atrás ese reino”. “Dejar atrás el reino de lo subjetivo”, dice Broch, en la vejez —que es un estado, no una edad— es alcanzar la convención después de haber entrado en ella y haberla desbaratado a través de la originalidad.