Todas las flores de abril
Hace 50 años, un grupo de niños, al volver del colegio, aprendimos a cantar ´Grândola, Vila Morena´
Para nosotros era un juego. Como cuando después de leer un libro de aventuras o de ver en la tele una película del oeste, nos disfrazábamos de indios y vaqueros y nos perseguíamos por el pasillo con arcos y flechas. Pero aquella vez iba en serio. No se trataba de ninguna película.
Los mayores se agolpaban con mucha expectación en la cocina alrededor del transistor Philips, moviendo el dial con cuidado para afinar la sintonía. La primera frase que escuchamos fue: "Nem mais um só soldado pra as colônias!". La entendimos a la primera. Al fin y al cabo, el gallego y el portugués son lenguas hermanas. Vivíamos a menos de una hora de la frontera. Era jueves, 25 de abril de 1974. Y aquello que se oía era Radio Renascença.
- Acabábamos de llegar del colegio. Mi hermano Xabier, con siete años, empezó a desfilar por el pasillo con una barra de pan al hombro, repitiendo aquella consigna a grito pelado, como si se tratara de un himno comanche que coreábamos todos. Mi abuela tuvo que venir corriendo a taparle la boca para que no se enterasen los vecinos. Vivíamos en un bloque de viviendas militares. Supongo que, 50 años después, se acordará de la consigna con una sonrisa cómplice mientras asista como periodista invitado en Lisboa y también en representación de la familia, al aniversario de aquel día en el que 5.000 militares se movilizaron en los cuarteles del país vecino para acabar con la dictadura.
Eran capitanes jóvenes en su mayoría y estaban cansados de ver desangrarse a sus hombres durante 13 años interminables en el matadero de tres guerras coloniales en África contra países que reclamaban su independencia con todo el derecho.
Algunas horas antes, al filo de la madrugada, la mítica canción de José Afonso, Grândola, Vila Morena, había marcado la señal de salida de un movimiento que no buscaba ningún liderazgo, sino solamente dar a los portugueses la posibilidad de elegir libremente a sus gobernantes. Por la mañana, en el Terreiro do Paço, un general de brigada leal al régimen, da la orden de abrir fuego contra los rebeldes. Fue un momento de máxima tensión. Los rebeldes eran oficiales bregados que se habían jugado la vida sobre el terreno durante años en combates durísimos y tenían el respeto de las tropas. El instante se prolonga. El cabo que está al frente del carro de combate que tiene que disparar no se mueve. "O dispara o le pego un tiro en la cabeza", le apremia el general. Todos los instantes decisivos son eternos.
El cabo se llamaba José Alves da Costa. Y no disparó. Ese fue el momento exacto en que triunfó la revolución. El capitán Salgueiro Maia, que lideraba el Movimiento de las Fuerzas Armadas, lo supo cuando volvía caminando hacía sus hombres por la orilla del Tajo, aguantando la emoción, con un cigarrillo en la comisura de la boca.
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La camarera Celeste Caeiro regresaba en ese momento del restaurante Franjinhas, donde trabajaba, con una cesta de flores. El local iba a celebrar su cumpleaños ese día y quería agasajar a los clientes con la habitual cortesía lisboeta. Pero al ver que la situación podía ponerse crítica, el dueño optó por mandarla de vuelta para casa y le pidió que se llevara las flores del festejo para que no se echaran a perder. Al pasar por la Rua do Carmo, se cruzó con varios tanques y algunos grupos de soldados. Uno de ellos le pidió un cigarro. Pero Celeste no fumaba. Lo único que podía ofrecerle era un clavel y con toda la calma del mundo lo colocó en la boca de su fusil. No sabía que con aquel gesto espontáneo acababa de bautizar un acontecimiento insólito con el nombre de Revolución de los Claveles.
Horas más tarde, algunas tropas del régimen se rendían y la inmensa mayoría de las unidades se unían a los capitanes de abril. A esas alturas ya todas las floristas de la Baixa distribuían sus claveles rojos y blancos entre los soldados por toda Lisboa y Portugal era una fiesta.
Al día siguiente el dictador, Marcelo Caetano, y los jerarcas del régimen salieron pitando del país rumbo al exilio, metidos en un avión.
Aquí todavía nos quedaba un año muy largo para empezar a vislumbrar el final de la dictadura. El ambiente de los cuarteles era muy distinto al portugués. El Ejército español seguía siendo profundamente franquista. Sin embargo, hubo un grupo de jóvenes oficiales demócratas, entre los que se encontraba mi padre, el capitán de Infantería Xosé Fortes, que aquel 25 de abril sintonizaron en sus casas la emisora de Radio Renascença y tomaron buena nota de la lección portuguesa, estableciendo una cabeza de puente con Lisboa que se llamó la Unión Militar Democrática. Y hubo un puñado de niños, que éramos nosotros, que aprendimos a cantar Grândola, Vila Morena con la mano en el corazón un jueves de abril al volver del colegio. Hace hoy 50 años.