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Los ojos de la niñez
Mi sobrina Raquel nació en Santander, España. En su temprana adolescencia la trajeron de visita a Chiapas. La niña mantuvo los ojos muy abiertos para identificar los contrastes de un continente y otro. Entre muchas pausas y silencios, lanzó una pregunta: mamá, ¿por qué aquí trabajan los niños? Ver en el parque central de Comitán a un grupo de niños con sus cajas boleando zapatos pudo haber pasado desapercibido con los ojos de la cotidianidad; Raquel, con mirada diferente, los hizo visibles.
Este pasaje me hizo recordar que cuando yo terminé la primaria, varias de mis compañeras ya no continuaron estudiando. Recuerdo particularmente a una que siempre tuvo excelentes calificaciones y que comenzó a trabajar, a los doce años, en una zapatería que quedaba de paso entre mi casa y la secundaria. Ahí la veía barrer, sacudir y dar a prueba zapatos de plástico a mujeres tojolabales en su mayoría analfabetas y a niñas indígenas que, con suerte, ya estaban yendo a la escuela. Aunque me llamaba la atención el hecho, yo no era consciente de mis privilegios y creo que tampoco Flor respecto de las mujeres indígenas a las que atendía. En ese México crecimos.
La Constitución de 1917 prohibió el trabajo de los niños menores de 12 años. Hoy la prohibición es para los menores de 15 y la jornada no puede rebasar seis horas al día; sin embargo, muchos niños y niñas trabajan porque con su aportación completan lo necesario para el sostenimiento del hogar o para cubrir sus propias necesidades.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, 6 de cada diez niños trabaja para un familiar y no siempre el trabajo es remunerado.
De la población infantil laboralmente activa, casi 90% realiza actividades económicas no permitidas porque son peligrosas para su salud, su seguridad, además de afectar el ejercicio de sus derechos y su desarrollo integral.
El principal sector de actividad es el agropecuario, 27%, seguido por servicios, 23%, y el comercio, 20%. Existe una marcada diferencia por género según el sector en que se ocupan, pues los niños lo hacen principalmente en la construcción y en la agricultura y las niñas en trabajos domésticos y de cuidado.
El que las niñas y los niños trabajen, afecta su avance en la educación formal. En México. La educación primaria es obligatoria desde 1917; la secundaria desde 1993 y la preprimaria desde 2002; sin embargo, casi 50% de los niños y niñas entre 3 y 5 años no va al kínder y 36% de adolescentes entre 12 y 17 ya abandonó la escuela. Los números más altos se presentan en el medio rural, en zonas urbanas marginadas y en las comunidades indígenas.
La principal causa de la deserción es el trabajo, pero, en el caso de las niñas, se suma el embarazo adolescente. Los estados de Coahuila, Chihuahua y Durango tienen cifras alarmantes. Cuando se levantaba en el país la encuesta de 2015, dos de cada cinco adolescentes con niveles educativos bajos ya habían tenido un hijo o estaban embarazadas.
Hay que agregar la violencia que sufren las niñas y los niños en sus hogares y la explotación de la que pueden ser objeto. Hoy, nos encontramos frente a niveles de violencia generalizada que también están impactando de manera diferenciada a las niñas y niños de México. No estamos prestando suficiente atención al fenómeno con relación a ellas y ellos. No se trata de suavizarles o esconderles esta cruda realidad, sino de transformarla. Yo no percibo indiferencia con el tema, sino impotencia para cambiar las cosas.
Estamos a un par de días de la celebración del Día del Niño y el descompuesto mundo de los adultos es el mismo que están habitando nuestras niñas y niños. Su percepción y sus sensaciones están ahí. Su futuro también. Que sea promisorio es tarea nuestra. Es nuestra tarea.
Twitter: @leticia_bonifaz
(*) (Directora de Derechos Humanos de la SCJN/El Universal)