Los monopolios

Constitucionalmente, se establecieron en el México postrevolucionario los llamados monopolios de Estado en campos específicos que tienen que ver con la comunicación y el desarrollo. Hubo monopolios en electricidad y energéticos, en telefonía, ferrocarriles, aviación y todo lo relacionados con las carreteras, puertos y aeropuertos. Se justificaban con que de este suerte se hacían llegar esos servicio al grueso de la población autóctona.
Vino la época del neoliberalismos y las privatizaciones, argumentando que los toda forma de monopolio es anti histórica; que lo conducente es la competencia entre los productores y los proveedores. Las fuerzas perdurables de la competencia, incluyendo competencia potencial en el libre mercado, harían del monopolio una imposibilidad.
Se dijo que no hay tal cosa como un monopolio ‘natural’, que nunca ha existido. La historia del concepto de los monopolios públicos es de finales siglo XIX y principios del siglo XX cuando se trasladaron las utilidades de la libre empresa a las utilidades sociales, mediante la creación de nichos oficiales que no gustaban de la competencia. Primero fueron los monopolios sancionados por el gobierno y luego, con la ayuda de unos cuantos economistas influyentes, se construyó un poder monopólico en manos del Estado, que así, dominaba amplios campos de la economía productiva, con el interés, originalmente honesto y terso, de llevar beneficios y bienestar al grueso de la población.
Esos monopolios se fueron pervirtiendo al paso de los años y a medida que crecían y se hacían más poderosos; por ejemplo, Teléfonos de México, Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad, organismos de los cuales han surgido muchos de los multimillonarios que se codean actualmente con los hombres más ricos del planeta. Es posible que en este momento no haya una sola persona que pueda poner las manos en la lumbre por algún directivo, líder o representante que tenga que ver con los monopolios.
Pero, ese fenómeno de la desregulación y el sometimiento de los monopolios a la libre competencia para hacerlos más productivos y eficientes, que ocurrió en prácticamente todo el planeta con resultados variados, en México ha venido a ser una maldición, porque ahora lo que eran monopolios del Estado se han convertido en monopolios privados, con ganancias superlativas; asumieron todos los beneficios sin ningún costo.
El ejemplo más ilustrativo es el de los bancos y el de Teléfonos de México, cuyos nuevos dueños han gozado de privilegios sin fin, hasta convertirse en magnates todo poderosos, como bien lo han demostrado durante los años recientes, cuando han hecho su voluntad frente a un poder público incapaz de asumir su responsabilidad de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen. Han salido respondones.
Como monopolistas ortodoxos, han utilizado hasta el último recurso a fin de presionar para mantener sus privilegios monopólicos; sin embargo, los beneficios potenciales para los consumidores de los mercados libres son demasiado grandes para justificarlos. La resistencia y reticencia de los monopolios, especialmente los de televisión y telefonía, son cantadas todos los días por los voceros oficiales; poco se ha hecho para acallarla.
Al parecer, la pelea se antoja muy larga y habrá que esperar un gran trecho antes de que los monopolios creados por el Estado y transferidos a la iniciativa privada mediante muy sospechosas transacciones, rindan los frutos prometidos. Entre tanto, los usuarios y consumidores de los bienes y servicios que producen seguirán recibiendo conchitas y abalorios pagados a precio de oro, sin defensa alguna; en el caso todos están coludidos.
Hay que reconocer que antes de que la corrupción se convirtiera en el inmenso mar en que navegan hartos de los tienen una obligación de poder público, los monopolios de Estado hicieron mucho bien: llevaron los servicios hasta los más apartados rincones de la geografía nacional, facilitando la vida y el trabajo de las personas más necesitadas.
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