Editoriales

Lo que el viento se llevó

  • Por: FORTINO CISNEROS CALZADA
  • 30 JULIO 2020
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Lo que el viento se llevó

México, una nación milenaria que pudo resistir y aún aprovechar las modas y los modos, inclusive la llegada de otros pueblos que se fundieron para crear una realidad sincrética de cuerpo y espíritu que no muchos han llegado a comprender, no pudo resistir los embates del becerro de oro y poco a poco sucumbe su esencia sublime devastada por el materialismo feroz. El principio fundamental de respeto a la madre tierra, a los seres humanos, especialmente a los niños, mujeres y ancianos y al cosmos, parece no existir más.

Hasta mediados del siglo XX, eran comunes las grandes concentraciones de mexicanos para vivir en vivo los acontecimientos importantes, lo mismo el Grito de Dolores, una auténtica fiesta popular, que las peregrinaciones y grandes concentraciones en la Basílica de Guadalupe, el Día de la Virgen, o el Desfile de la Revolución y la gran parada de conmemoración de la Batalla de Puebla, cuando las armas nacionales se cubrieron de gloria. En cada escuela del país se preparaba un evento para festejar a la Patria.

Luego fueron los espectáculos masivos, tanto deportivos como artísticos, que permitieron la sana convivencia de un pueblo que sabía reír y llorar. Y qué decir de las ferias, de los palenques, de los teatros del pueblo, en lo que, con un vaso de agua de jamaica o de chía, se acompañaban las tortas, los tacos, las enchiladas, las chalupas y los tlacoyos. No faltaba quien regara el tepache; pero, eran simples prietitos del mismo arroz. Este modo de ser, este espíritu solidario, provocaba asombro a nivel mundial.

Pero, de tanto, se fue perdiendo, como si se fuera gastando. Los templos ya no fueron los recintos en los que el pueblo de Dios practicaba sus mandatos; sino lugares de exclusión y elitismo. A la catedral, los ricos, los pudientes, los importantes; a las capillitas la pelusa, el pueblo raso y aún dentro de éstas, las destinadas a la gente bien y las que debían albergar, por pura obligación, al pueblo doliente y casi miserable. "Hay niveles", decían como jugando los jóvenes que se estaban perdiendo la esencia del amor.

En las escuelas, igual. No importa en qué lugar esté ubicado un plantel, ni el mandato fundamental de ser transformador del entorno; si se trataba de una escuela reconocida por sus logros en la enseñanza, dejaba de recibir alumnos de su vecindad para dar preferencia a alumnos escogidos, aunque vivieran en el otro extremo de la población. Puede decirse lo mismo de los centros de trabajo, desvinculados de la comunidad en donde están asentados para ocupar mano de obra venida de lejos, ya sea por mejor o por barata.

Psicológicamente se sabe que el sentido de comunidad tiene tres componentes: Primero, los atributos esenciales, tales como la pertenencia y la identificación con la comunidad y la seguridad emocional. Después viene la influencia recíproca, esto es que entre los miembros y la comunidad se experimentan dinámicas de intercambio recíproco de poder. Este poder conduce a la integración y realización de obras que remedien necesidades; a la posibilidad de compartir valores y recursos, y a la satisfacción de los retos personales y colectivos de la comunidad. Por último, está la conexión emocional compartida, que es un vínculo basado en las experiencias simples vividas entre los miembros de la comunidad.

Cuando apareció el propósito de minar el sentido de comunidad de la nación mexicana para facilitar su dominio, las primeras escaramuzas fueron para romper esos vínculos, el de pertenencia e identidad, por medio de la manipulación mediática para ridiculizar ´lo mexicano´ y crear inestabilidad emocional; luego, la exaltación del ego para promover el sentido de primacía que evite compartir el poder colectivo; más tarde, el control de las emociones para llevar los sentimientos al ras del sentimentalismo ramplón.

Así, los vecinos comparten espacios; pero no vivencias. Si se trata de riqueza, unos son más ricos que otros aunque tengan y ganen lo mismo; si se trata de pobreza, unos son más pobres que otros y, por tanto, merecen más. Así en cada uno de los aspectos de la vida humana. En virtudes y defectos no hay igualdad, unos son siempre más que otros. Lo que conduce a que el principio de igualdad de derechos, de oportunidades y estatus frente a la ley, acaban por ser letra muerta porque, ya se dijo, "hay niveles".

La pandemia ha venido a trastocar el magro arreglo que suplió a la comunidad. Esta es una oportunidad singular para recuperar el sentido comunitario. Quizá sea tiempo de adoptar la propuesta de la sicología para la convivencia; la construcción de relaciones basadas en cooperación, asociación y respecto como sustento de los vínculos personales y las relaciones sociales, con los cuales recuperar lo que se perdió. ¡Qué no haya mal que por bien no venga!

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