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La privatización de la seguridad y la violencia

Desde hace ya varios años, muchas de las funciones esenciales del Estado mexicano se encuentran en proceso de privatización. No me refiero a las asignaciones de bienes y servicios a empresas nacionales y extranjeras realizadas en los años finales del siglo pasado y comienzos del presente, periodo conocido como neoliberalismo. Por el contrario, aludo a la manera en la que aquello que debiera proveer el Estado están teniendo que realizar los ciudadanos de manera cotidiana y constantemente. Así como en el pasado una parte de la economía pasó a manos de privados, asistimos ahora al proceso en el que, si no todos, sí muchos deben encontrar las maneras de lograr la seguridad de sus personas, familiares y bienes. 

Presenciamos un amplio deterioro de la seguridad, en el que se han normalizado las acciones privadas de lo que debería tener un carácter eminentemente público. Las más evidentes, desde luego, son las venganzas que, por propia mano, realizan los miembros de diversas comunidades para prevenir y, en su caso castigar directamente, la comisión de delitos. Las modalidades de estas acciones van desde esfuerzos comunitarios coordinados, hasta reacciones tumultuarias, pasando por la creciente constitución y proliferación de grupos de autodefensa. Sin ser tan visibles, en otros campos de la seguridad suceden fenómenos semejantes. La búsqueda e identificación de las personas desaparecidas se realiza, fundamentalmente, por las mujeres afectadas. Madres, hijas y hermanas desempeñan las actividades que no pueden, no quieren o no saben realizar los agentes estatales. En las cárceles hay tanto el control por la delincuencia organizada, como el mantenimiento de los presos por familiares y amigos. 

La privatización de la seguridad y la violencia

El presidente de la República habla a diario de la necesidad de recuperar la soberanía. También, aun cuando de manera menos explícita, de sus deseos por darle un especial sentido a la totalidad de la vida nacional. Sin embargo, y como lo demuestran los casos analizados, su intencionalidad y su discurso se limitan a ciertos y concretos aspectos. El Presidente atiende a unos cuantos aspectos de la economía, específicamente a las actividades que, a su juicio, definen nuestra identidad como mexicanos. También, a las cuestiones vinculadas con la investidura presidencial, la moral de todos y algunos aspectos de semejante cariz. 

Atrapado en antiguas condicionantes, el Presidente no percibe la gravedad de mantener o de permitir el incremento de la privatización de la seguridad y, con ello, finalmente, de la violencia entre la población. De continuar una situación en la que cada quien busca sus propios medios de salvaguarda, así sea con paramilitares, armamento o ejecuciones sumarias, la protección pasará de ser una función del Estado a ser un commodity más. Es decir, se convertirá en una mera mercancía a adquirir mediante oferta y demanda. Esto, no porque el neoliberalismo lo mande, sino porque la competencia por bienes escasos habrá de incrementarse y hará que al Estado cada vez le sea más difícil recuperar la posición que en alguna medida tuvo. 

El ejercicio del poder se ha caracterizado, si no totalmente, sí al menos de un modo central, por su capacidad de imponer una violencia legítima. En nuestro tiempo, su legitimación ha derivado de las condiciones y los procesos democráticos que determinan la elección de las autoridades y los contenidos de las normas básicas de convivencia. Lo que está sucediendo, sin embargo, es un ejercicio de privatización que exactamente va en el sentido opuesto. Mientras se recrea una cierta mitología del poder, se ahondan las condicionantes de su descomposición. La deseada recuperación de una cierta épica del Estado nacional, nos está impidiendo ver las maneras en las que su existencia está siendo cada vez más comprometida. 

Twitter: @JRCossio