Editoriales

Hombre de fe

  • Por: ARMANDO FUENTES AGUIRRE (CATÓN)
  • 28 OCTUBRE 2016
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Hombre de fe

Don Añilio y doña Pasita cumplieron 60 años de casados. La noche del aniversario ella le dijo a él en la cama: “Recuerdo que en nuestra noche de bodas, ya acostados, empezaste a morderme la orejita”. Al oír eso don Añilio se levantó prontamente del lecho. Le preguntó doña Pasita, extrañada: “¿A dónde vas?”. Contestó don Añilio: “A ponerme la dentadura”…  Babalucas andaba en viaje de turismo por la India. Se apartó del grupo, y en la espesura lo atacó una víbora. Fue el tonto roque con el guía y le dijo asustado: “¡Me mordió una serpiente!”. Inquirió el hombre: “¿Cobra?”. “No -respondió Babalucas-. Fue gratis”… El agente vendedor llegó a un pequeño pueblo y se sorprendió al ver que el encargado de la tienda tenía 90 años, y aún estaba activo en el mostrador. Le dijo el hombre: “Ahora no puedo atenderlo. Voy a cerrar la tienda porque debo asistir a la boda de mi papá”. “¿Se va a casar su padre? -exclamó boquiabierto el vendedor-. Pues ¿cuántos años tiene?”. Respondió el anciano: “Acaba de cumplir 110”. Dijo el agente, estupefacto: “¿Y a esa edad se quiere casar?”. “No quiere -aclaró el señor-. Tiene qué”… Los esquimales son tan hospitalarios que cuando llega a su iglú un visitante le ofrecen a su esposa para que se regodee con ella. Cierto día Nanuk el esquimal recibió a un amigo. Le dijo muy apenado: “En esta ocasión me es imposible ofrecerte a mi mujer: se fue con otro. Pero quiero hacer honor a la ley de la hospitalidad. Estoy a tu disposición”… No me avergüenza decir que soy creyente, aunque me apena reconocer que a veces no sé bien qué es lo que creo. Soy hombre de fe, de una fe que no se afinca en la razón sino en la intuición. La virtud teologal late en la raíz de mi árbol, y de cuando en cuando se asoma a ver la luz desde sus hojas más altas. No diré que Dios me otorgó la fe -estoy lejos de merecer tal distinción-, pero la recibí en herencia de mis padres y de mis abuelos y en homenaje a ellos la conservo. En ocasiones, sin embargo, mi fe suda y se acongoja; vacila y tiembla como la débil llama de una vela en medio de la tempestad, si me es permitido el inédito símil. Tal cosa me sucedió al leer la nota según la cual mi Iglesia, la católica, prohíbe ahora a los fieles esparcir las cenizas de sus muertos, dividirlas o conservarlas en la casa. La Santa Madre Iglesia ha sido muy cambiante en lo relativo a este asunto. Durante siglos vetó en forma terminante la incineración de los cadáveres. En el muro de un templo en Buenos Aires -el de San Telmo, creo- vi hace años el texto de la prohibición como aviso a los feligreses. Actualmente la Iglesia admite ya la cremación (canon 1176:3 del Código de Derecho Canónico), pero ahora -según la novísima regla- demanda que las cenizas se depositen en un lugar sagrado. Para eso, claro, es necesario pagar el precio de los nichos dispuestos para tal fin en las iglesias, basílicas o catedrales. Percibo en esto -no puedo evitarlo- un cierto tufo a mercadotecnia comercial, y siento la tentación de decir como aquella viejecita de mi ciudad que al hacer la confesión de sus pecados decía contrita: “Acúsome, padre, de que levanto falsos testimonios que luego salen ciertos”. Y otras palabras me dan ganas de repetir; las de López Velarde, que escribió: “Si digo carne o espíritu / paréceme que el diablo / se ríe del vocablo; / mas nunca vaciló / mi fe si dije ‘yo’.”. No cabe duda: para el creyente resulta a veces muy difícil eso de creer. Termino esta perorata con un cuentecillo que algo tiene que ver con la cuestión de las incineraciones… Dijo Himenia Camafría, madura señorita soltera: “Pues lo que es yo no quiero que me entierren. Más bien me gustaría que me inseminaran”. FIN.


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