Editoriales

Entre el ridículo y la mansedumbre

  • Por: ORLANDO TOMÁS DEÁNDAR MARTÍNEZ
  • 19 ENERO 2016
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Entre el ridículo y la mansedumbre

Algunos lectores saben que en ocasiones me pregunto qué llevo haciendo tanto tiempo escribiendo en este periódico, herencia de mi padre. Pero hay dos fechas al año en que de veras me planteo dejar de hacerlo: una es cuando tomo mis vacaciones; la otra es enero, por aquello de los buenos propósitos. Entre los míos siempre se cuenta, durante unos días y en forma de duda, el de callarme de una vez. Y a cada enero la tentación es más fuerte, aunque sólo sea por la acumulación del cansancio. 

Además, ya lo decía hace poco el correo de un lector muy amable que incluso me llamaba “Don Orlando”: “… es como si predicase en el desierto; parece que nadie le hace el menor caso…” 

Bueno, sería pretencioso aspirar a lo contrario, supongo, pero la constatación lo lleva a uno a preguntarse –y a extender la pregunta a todos los demás escritores, periodistas y columnistas–: “¿Qué pretendemos, entonces? ¿Distraer, acompañar en la indignación, consolar, halagar, desahogarnos, amargar el desayuno a algunos políticos, banqueros, empresarios, jueces?”.

Tampoco ayudan a proseguir las declaraciones que leo de un novelista que aprecio y admiro, el cual, interrogado por el papel de los periodistas e intelectuales ante las actuales crisis del país responde: “No tienen ningún papel. Es ridículo pensar que sí, que pueden influir en nada. Seamos sinceros: el poder es poder porque no cuenta con nadie. Por tanto, todo el que desde un lateral intente influir es ridículo. El periodista libre, el que no está relacionado con una opción política, no influye”. Y remata así: “Lo que digo es que, si el Presidente dice que hay que hacer un puente, la obra se hace aunque no haga falta, digan lo que digan los periodistas”. En esto último no me cabe duda de que lo asiste la razón, y aún habría que añadir: “Digan lo que digan los ciudadanos”. Esa es la manera en que se ejerce generalmente el poder en México, y Tamaulipas va incluida, y más si se posee mayoría absoluta. ¿O no salta a la vista que es la forma de gobernar del PRI, PAN, PRD o cualquier otro partido político, con distintos grados? ¿No es evidente que nuestros gobernantes generalmente dicen al ganar las elecciones: “Dispongo de varios años para hacer lo que me dé la gana. No me importa incumplir mis promesas y engañar, me trae sin cuidado a quién dañe y a cuántos, el perjuicio irreversible que cause a mi país. Voy a poner a México a mi gusto y al de los míos, en contra de la opinión de los médicos, los profesores, estudiantes y rectores, los jueces y fiscales, los pensionistas, los trabajadores, las clases medias, los pequeños empresarios, los artistas, los científicos, los investigadores, las mujeres y no digamos los periodistas e intelectuales. Ya se me ocurrirá un nuevo fraude, cuando toque volver a votar”?

Respecto a las otras afirmaciones de ese novelista, uno no quiere pensarlo, pero no puede evitar pensarlo un poco, de refilón: ¿Acaso no suenan a autojustificación? Puesto que es ridículo creer que desempeñamos algún papel, lo es también pronunciarse, acusar a los corruptos y a los sin escrúpulos y a los dañinos, denunciar los abusos y las injusticias, y no se diga los actos de corrupción, tratar de abrir los ojos a quienes los tienen cerrados, procurar que la gente repare en lo que se le ha pasado por alto, argumentar contra las arbitrariedades, señalar las prácticas dictatoriales ejercidas en democracia (las hay, y de ellas ya he hablado en otras ocasiones), protestar contra las reformas aprobadas por un Congreso que está a las órdenes del Presidente de la República y que privan de derechos y libertades, advertir del deslizamiento hacia formas despóticas de gobernar. Lo aconsejable –y también lo más cómodo– es no caer en ese ridículo, o bien dejar de ser “periodista libre” y ponerse al servicio de “una opción política” determinada. Es decir, convertirse en peón, alfil o torre de un partido, única vía para “influir”. No por periodista, se entiende, sino por infiltrado: por formar parte del aparato y del engranaje.

¿Servimos de algo o somos efectivamente ridículos? ¿Deberíamos continuar o guardar silencio? Son dudas reales, no retóricas. Ojo: no descarto que ese reputado novelista esté en lo cierto. Claro que luego hay otros a los que, para realzarse, les conviene faltar a la verdad y asegurar que ninguno de sus colegas ha estado a la altura. Si hablamos caemos en el ridículo, y si no, nos portamos como cobardes e incurrimos en mansedumbre. Yo carezco de respuesta a este dilema, y además sería parte interesada. Admito que tal vez no influimos y que nuestros pataleos son estériles. Pero de una cosa estoy seguro: ahí si ni siquiera existiésemos, si nadie dijera nunca nada, si no incomodáramos e hiciéramos rabiar un poco a los políticos que nos acogotan y que además quieren aplausos. La única prueba que veo de nuestra no absoluta inutilidad es que esos políticos, que desde luego no nos hacen caso y se encogen de hombros ante nuestros griteríos, preferirían que desapareciésemos. Que no llamáramos la atención de quienes se molestan en leernos, ni los hiciéramos pensar, o mirar lo que pasa desde otro punto de vista del impuesto por los gobernantes, todos los días, con las televisoras a sus pies. Que no señaláramos sus abusos y sus imbecilidades, su cinismo y su desfachatez, sus razonamientos grotescos que ya no tratan ni de adecentar. Ahí si además de ocurrir cuanto ocurre, uno abriera los periódicos y no se encontrara en ellos más que asentimiento e indiferencia y silencio, solamente por temor al ridículo.

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