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Culpas ajenas
¿Por qué un ser humano mata a otro? Asesinar, aniquilar, se ha vuelto trivial, cotidiano, parte del paisaje
En pleno ejercicio de tu libertad, lector querido, puedes optar por ejercer tu constitucional derecho a guardar tu memoria y padecer el vacío y la desolación que te abruma hoy, que te ha abrumado antes -muchas veces, muchos días-, ante la incomprensible y estúpida acción de un lunático que abre fuego contra estudiantes en su colegio, parroquianos en un bar, en una Walmart, en un parque municipal... En cualquier pueblo o ciudad de la América septentrional, o donde sea, que da igual.
También puedes optar, por supuesto, por negarlo todo y culpar a quien se te pegue la gana: al maléfico neoliberalismo, a la cultura de lo desechable, la frivolidad de las amistades virtuales, la era de la información, el seco aséptico en la internet.
Puedes achacarle la culpa a Dios, al diablo o a cualquiera de esas novedosas sectas que tratan de ocupar el espacio vacante que ha quedado en tu alma después de tantos años de decadencia, para manipularla, sembrar el odio o la apatía, y llenar sus bolsillos con tu confusión e ignorancia.
Y puedes también, configurar las culpas ajenas que se vuelven una maldición propia que nos impide ser todo eso que declaramos y que enmarcamos en rosas pasteles y azules celestes en el Facebook, el Instagram...
Puedes también hacer que nuestros miedos y nuestra ignorancia nos catapulten hacia el rechazo a todo lo ajeno, lo desconocido, así, laicos y falsos agnósticos, en un viaje feroz que se convierta en una maldecida realidad perniciosa que nos haga detestar a quienes son ajenos a nosotros.
Yo no sé si tú haces este ejercicio o no, si deliberadamente optas o no, pero para el caso que ocupa hoy a esta esta columna, es absolutamente irrelevante. Por más que me digas que tasas en un valor tangible o intangible lo que aportas a tu comunidad, o lo que le quitas - o lo que rabiosamente resientes que no te da-, la realidad es que hoy el odio y el miedo nos gobiernan, y se acaban resolviendo en la compra de un arma, por quinientos dólares en Texas o siete mil pesos en la Álvaro Obregón. El precio de la vida, el artilugio irrelevante que representa el valor de tu existencia, de tus sueños, de tus tejidos en estos tiempos de la posverdad...
Por más que me lo digas, la verdad, resulta irrelevante si tu optas por un camino u otro, pues el resultado es siempre igual. Culpas ajenas.
Como un argumento de esos a los que llaman circulares. A más indiferencia, mayor deterioro social. A mayor vacío, mayor angustia comunitaria. En todo caso, mayor aislamiento de unos y otros, católicos, judíos, musulmanes, hare krishna. Morenos, blancos, hispanos, asiáticos, negros, altos o chaparros.
Cada vez más ajenos, distantes, extraños..., luego antagónicos, adversarios, enemigos. Este ser humano del Siglo veintiuno que no atina a definir si viene o si va, que pretende destruir todo lo que huela a pasado, que tiene una expectativa de vida longeva con la cual no sabe qué diablos hacer, que confunde las estrellas y la luna con las luces de neón y que contempla al planeta al través de una pequeña pantalla luminiscente que cabe en la palma de su mano.
Culpas ajenas, a juzgar por el precio y la facilidad para adquirir un arma de fuego que nos permita sorrajar nuestras frustraciones sobre la humanidad de alguien que sea distinto, y cancelarle por siempre los signos vitales sin utilidad práctica para el ejecutor, sin contexto de guerra ni supervivencia, simple y sencillamente por la imbecilidad que ha dejado como secuela nuestro contexto deshumanizante del siglo veintiuno.
A juzgar por ese precio, decía, y habida cuenta que parece más importante proteger la integridad física de un teléfono Inteligente en el que habitan nuestros verdaderos pares, amigos que con sinceridad nos dan un like o dos al día, quienes comparten nuestras fobias por quienes son diferentes
¿Acaso eso vale la vida realmente? Acaso estamos dispuestos a devaluar de esa manera el derecho a gravitar por este planeta y zanjar nuestras diferencias, nuestra rabia desinformada, manipulada e injustificada, a cambio de quinientos dólares en Texas, o siete mil pesos en la Alvaro Obregón.
Claudicando al poder de manipularnos de quien se enriquece con los antidepresivos que nos metemos por la cara, con el contrabando de armas y de narcóticos, con la manipulación mediatizada en los medios electrónicos que nos idiotiza frivolizando nuestra vida y secuestrando nuestra capacidad de razonar, generando una de las épocas más siniestras y oscuras de nuestro transito terrenal en contraste a la brillante posibilidad que nos brinda un mundo de información y tecnología.
¿Por qué un ser humano mata a otro? Una y otra, y otra vez. Asesinar, aniquilar, se ha vuelto trivial, cotidiano, parte del paisaje.
Tú decides, yo decido: ¿el vacío de nuestra memoria, la asignación de culpas a mansalva y sucumbir manipulados, crispados, atomizados? ¿o la acción diferenciada de la paz, el respeto a la diversidad y la lucha valiente por la vida? Así, ¡con IQ y un par!