Columnas > JOSÉ RAMÓN COSSÍO
Una reforma en busca de sentido
Si quienes presentaron la iniciativa hubieran tenido el valor de contarnos sus intenciones verdaderas, la reforma judicial contaría con un sentido y no estaríamos en las simulaciones que impiden asignarle su carácter
La reforma judicial avanza, pero avanza mal. Los pasos jurídicos necesarios para su culminación son torpes, descoordinados. Por momentos da la impresión de que sus apoyadores saben lo que hacen, pero después se contradicen y disuelven la apariencia. Declaran que no entienden lo que hacen o que los males serán conjurados en el final que sobrevendrá. Suponen que errores, omisiones, contradicciones, dudas y desconciertos serán superados por la grandiosidad a la que llegaremos.
Mientras los críticos y los observadores planteamos dudas sobre la reforma, sus comprometidos realizadores esperan el epifánico momento en el que la realidad les confirme sus todavía deseos, les imponga la calidad de triunfantes y les permita mostrar su poder sobre los incrédulos. Los campeones de la reforma judicial apuran y esperan su final realización para confirmarse vencedores políticos, pero, sobre todo, morales. Personas que, nos dirán, se mantuvieron firmes no por vanidad o espíritu de cuerpo, sino por la convicción de la tarea a desempeñar. Personas que, se dirán, lo arriesgaron todo por un ideal y nunca por la necesidad de agregarse a algo que les diera sentido de sí mismos o protección por lo antes hecho. Personas que, afirmarán, miraron siempre por la salvación de un pueblo al que desde el inicio amaron y al que ahora, y gracias a la aparición de un líder, han podido acercarse y servir.
La reforma judicial avanza en sus aspectos inmediatos. Sus avances, sin embargo, muestran su falta de sentido. Los actos cotidianos de acompañamiento no son suficientes para conferirle los atributos que las entusiastas declaraciones pretenden establecer. Pregones aparte, la reforma judicial sigue siendo lo que desde sus orígenes fue: la voluntarista determinación de quien decidió suprimir la autonomía e independencia judicial. Es por ello que la propuesta y la reforma carecieron y carecen de justificación.
Quienes presentaron la iniciativa, y quienes la idearon y la prepararon, no quisieron o no pudieron compartirnos sus motivos. Prefirieron sustentarla en la autorreferente narración sobre la inutilidad, corrupción o confrontación de los juzgadores nacionales con el proyecto de nación encarnado en una persona. Al presentarse el 5 de febrero de 2024, la propuesta era una mera posibilidad condicionada por las venideras elecciones. Pasó después a ser una imposición a la heredera del movimiento. Urnas de por medio, adquirió el carácter de mandato directo e inalterable. Finalmente, y ante la transmutación de papeles presidenciales, la iniciativa se configuró como imperativo moral. Lo que comenzó como mera decisión terminó siendo una especie de ética popular establecida para no traicionar a un electorado que en condiciones plebiscitarias acudió a las urnas por y para esa reforma.
La reforma judicial no tiene sentido porque desde la iniciativa careció de él o, más posiblemente, quedó oculto con palabras que decían otras cosas. Si hoy parece que la reforma tiene rumbo y dirección se debe a que el proceso y sus incipientes resultados se están dando. Esta situación exige distinguir entre el hacer y lo que se hace. Entre moverse y saber la dirección y propósito del movimiento; ya que lo cuantitativo no terminará por ser cualitativo. Por muchas que sean las reformas legales, los acuerdos administrativos o las postulaciones serán agregadas a una masa de normas y prácticas que seguirán careciendo de sentido.
El sentido de la reforma judicial no puede descansar en la mera calidad de quien presentó la iniciativa o en el mero acto de presentación. Tampoco puede provenir del resultado de la elección, ni de los consabidos 36 millones de votos en favor de la actual presidenta de la República. Menos aún puede extraerse tal sentido del voto mayoritario del oficialismo en el Congreso de la Unión y en la mayoría de las legislaturas locales. Suponer que el sentido de la reforma judicial parte de esos elementos, sería tanto como asumir que la reforma no vale por lo que es, sino por la mera y contingente posición de quienes hoy ocupan la titularidad de diversos cargos públicos. Colocarse en esta condición mayorista implicaría negar la razonabilidad de un movimiento tenido como intrínsecamente moral. El mero mayorismo conlleva la imposibilidad de distinguir entre el movimiento que se estima legítimamente transformador frente a los que hoy se tienen como perversos partidos o ideologías del pasado, y aquellos que en el futuro podrían desplazar a la actual casa reinante.
El sentido de la reforma judicial tiene que ser la propia reforma judicial. El oficialismo pasado y presente nos ha dicho que se trata de un cambio para que la justicia pertenezca al pueblo, los corruptos se vayan y los intereses privados se desincorporen. Para que todo esto fuera posible, la reforma debió haber tenido otra estructura y composición. Tendría que haberse hecho cargo de los conflictos existentes en la sociedad actual, así como los medios para resolverlos. Debió haber avanzado en la conformación de los litigios y sus modos de tramitación. Debió haberse considerado la existencia de una carrera judicial y los medios de ascenso y permanencia de sus integrantes. Tuvo que haber previsto la manera de identificar corruptos y corruptores a fin de no trivializar el tema. Necesitó haber visto a la procuración y la impartición de justicia como un todo, así como sus maneras de inserción en el sistema jurídico nacional. Debió haberse hecho cargo de las inocultables condiciones de criminalidad existentes en el país, así como sus maneras políticas, empresariales y estrictamente delincuenciales de realización. Hubo de hacerse cargo de la necesidad de comprender a la jurisdicción como una indispensable función del Estado y no suponerla como una rama adversarial al mismo.
Como nada de lo anterior se tuvo en cuenta y, por el contrario, la iniciativa y sus acompañamientos melódicos se limitaron a insistir en las antes dichas corrupciones y clasismos, queda la sospecha, desde luego fundada, de que lo que se dice que se quiere lograr y lo que en realidad se pretende alcanzar no sólo son incompatibles, sino que más bien están en oposición. Más aún, que entre lo dicho y lo deseado hay unas profundas diferencias y que es gracias a estas que la reforma carece de sentido. Que lo que se nos dice que está pasando o se está buscando es distinto a lo que en realidad se pretende que finalmente acontezca.
Si al presentarse la iniciativa, atarla a la elección o exigirla como deber moral, se nos hubiera dicho que con ella se buscaba acumular el poder mediante la supresión de quienes ejercen frenos y contrapesos jurídicos, la reforma judicial tendría sentido. Cualquier crítico o lector mínimamente interesado podría constatar con facilidad la correspondencia entre las pretensiones y objetivos reformistas con las estructuras y desenlaces buscados. Sería fácilmente reconocible la intencionalidad de las elecciones populares; y la búsqueda de predominio de la actual clase política sobre la clase jurídica hasta el punto de subordinarla cuando no de plano incorporarla. Sería perfectamente entendible la ausencia de diagnósticos sobre la situación a superar, así como del planteamiento de remedios frente a los muchos e indisputables problemas de la procuración y la impartición de justicia en nuestro país. Si quienes presentaron y prepararon la iniciativa, o quienes de una u otra manera la han apoyado, hubieran tenido el valor o, siquiera, la decencia de contarnos o al menos esbozarnos sus intenciones verdaderas, la reforma contaría con un sentido. Todos sabríamos para qué fue hecha y no estaríamos en los juegos y las simulaciones que finalmente impiden asignarle su carácter. El activismo que desde la oficialidad se despliega prácticamente a diario para tratar de decirnos que lo que estamos viendo es producto de nuestros propios atavismos o intereses pero que, en realidad, no es ni lo que está sucediendo ni lo que se pretende que suceda, es la muestra más palpable de la imposibilidad de contarnos, y tal vez de contarse, lo que la reforma es.
El creador de la reforma judicial la arrojó al mundo de la política fundado en su legitimidad. Al hacerlo no se atrevió a confesarnos sus intenciones. Pretendió darle un carácter distinto para hacerla respetada y aceptable. Es por ello que carece de sentido. Las voces que a diario y en coro tratan de decirnos lo contrario no hacen nada más sino confirmarnos la disonancia entre lo que se dice querer hacer y lo que se sabe que se está haciendo.
@JRCossio