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Reformas, las oportunas, las inoportunas y las oportunistas

Parecería que el diseño de Estado que propone López Obrador parte del principio de que la presidencia siempre será ocupada por una fuerza política inclinada a las causas justas y progresistas

En las 20 reformas lanzadas por el presidente, 18 de ellas de carácter constitucional, hay de todo. Sus adversarios calificarán a algunas como demagógicas, impracticables y oportunistas de cara a las próximas elecciones; otras serán interpretadas como desquites políticos; algunas más como un intento de reinstalar un autoritarismo de Estado propio del siglo pasado.

Pero no deberíamos permitir que la polarización política y la guerra de trincheras ideológicas impida percibir la trascendencia que sí tienen la mitad de ellas. En conjunto, dan cuerpo y complementan la propuesta de un cambio a favor de las mayorías económicamente deprimidas y apuntan a la búsqueda de un país menos desigual. Al valorarlas, tendríamos que asegurarnos de no tirar al niño con el agua sucia de la bañera, como decían los clásicos. En el paquete de reformas hay algunas que merecerían un consenso general de todos los sectores progresistas o preocupados por la infamia moral que representan la pobreza y la falta de oportunidades en México. En ese sentido, completan la formulación de la visión del país de un movimiento que plantea un cambio que beneficia a las mayorías.

Reformas, las oportunas, las inoportunas y las oportunistas

Pero también es cierto que, en este testamento político de López Obrador, se cuelan algunas que responden a su muy particular manera de interpretar a la sociedad mexicana, producto de su trayectoria y procedencia. Algunas, las menos afortunadas, son propuestas que no abonan al intento de modernizar y pluralizar la vida política y social. El empoderamiento del ejército y el fortalecimiento unilateral del poder presidencial no necesariamente representan banderas de los sectores preocupados por la justicia y la desigualdad. A ratos parecería que el diseño de Estado que propone López Obrador parte del principio de que la presidencia siempre será ocupada por una fuerza política inclinada a las causas justas y progresistas. Sorprende en alguien que conoce la historia tan bien como él. Imposible saber quién gobernará dentro de 20 años y quién será oposición; por lo mismo, habría que evitar una cosificación del poder, de una vez y para siempre, en torno al soberano. Podría ser un diseño que lamenten nuestros hijos frente a malos gobernantes.

Aquí una revisión preliminar.

Reformas buenas destinadas al sector formal. El incremento al salario mínimo superior a la inflación sería más que deseable. Es tal el rezago que pasarán lustros antes de que eso se convierta en un problema. Y, cuando se alcance una situación estable, nada impide que se hagan aumentos equivalentes a la inflación para mantener el poder adquisitivo de los que ganan menos.

Dotar de vivienda a los trabajadores, mediante casas arrendadas por el Infonavit que puedan comprarse tras 10 años de alquiler. Habría que diseñar un aterrizaje adecuado, pero cubre una aspiración fundamental que permite escapar a la miseria absoluta.

Salario mínimo para trabajadores de la educación pública, la seguridad, la Defensa y la salud equivalente al promedio salarial de inscritos en el IMSS (17 mil pesos actuales). Sería una medida adecuada; se trata de servidores públicos claves para el resto de la sociedad. Un salario mínimo razonable no se traduce automáticamente en un mejor nivel profesional o erradica la corrupción, pero es un primer paso y una condición sine qua non.

Jubilación con 100% del salario. El régimen de pensiones impuesto en 1997 constituye una infamia para millones de trabajadores condenados a vivir sus últimos años en medio de apremios. Pero solucionarlo requiere una extraordinaria ingeniería financiera y por aproximaciones sucesivas. Hasta ahora el esquema planteado por López Obrador es demasiado vago. Objetivo urgente, aunque sujeto a mejores desarrollos.

Todas estas medidas son loables, pero no perder de vista que podrían tener un carácter regresivo, desfavorable para los más pobres. La mitad de la población trabaja en el sector informal. Todos estos mexicanos no recibirían los beneficios relativos al salario mínimo, a la pensión, a la vivienda. Si el Estado se echa a cuestas la carga brutal que supone cumplir tales objetivos en favor del sector formal, la falta de recursos descobijará la tarea aún más apremiante de aliviar la situación de los millones desamparados. No se trata de desconocer la bondad de estas medidas, pero sí de evitar el riesgo de vulnerar la posibilidad de ayudar a los que más lo necesitan.

Las buenas reformas de carácter universal. Salud gratuita para todos. Se trata de un objetivo ambicioso y probablemente de largo plazo, pero fundamental para evitar uno de los mayores flagelos de la pobreza. Lo intentó Obama y lo hacen buena parte de los países de Europa del Norte; con mayor razón en México por más que sea un largo camino. En el mismo sentido podrían enmarcarse la reforma para apoyar a los jóvenes en su primer año laboral o a los campesinos.

Las de carácter simbólico. Hay iniciativas que no hacen daño que sean incluidas en la Constitución, pues deben ser parte de los deberes de los gobernantes. Los derechos de los indígenas, la protección a los animales, el cuidado del agua. En caso intermedio estarían algunas relativas a prohibir vapeadores, el fracking o los transgénicos. Podría ser mejor convertirlo en materia de políticas públicas y no decretos constitucionales, porque el contexto internacional y la evolución tecnológica podrían matizar las reservas que hoy provocan.

Reformas preocupantes. Hay mucho que mejorar en materia de poder judicial, de organismos descentralizados y sus excesos. Pero reducir espacios para favorecer el ámbito del presidente y ampliar las atribuciones de la fuerza política dominante, cualquiera que ella sea, tiene riesgos a la vista.

Sí, la estructura del poder legislativo es excesivo, pero un congreso con solo los ganadores de los 300 distritos desaparece a las minorías. Para ilustrarlo un caso extremo: si un partido gana con 40% de los votos en cada distrito, y otros dos partidos obtienen 30% cada uno, el que ganó tendrá el 100% de los escaños, a pesar de que el 60% de los votantes no sufragó por ellos.

Sí, la elección de ministros es inadecuada; pero la corrupción no va a ser resuelta por el voto popular (si así fuera los diputados serían un dechado de virtudes). El riesgo es que se elija a ministros más fotogénicos, demagógicos o con más dinero para financiar campañas.

Sí, las consultas populares pueden ser un instrumento para la participación ciudadana. Pero reducir a 30% la proporción de los votantes para echar a un presidente o imponer una ley, puede convertirnos en pasto de minorías movilizadas.

En todos estos casos las propuestas del presidente apuntan a zonas que están funcionando mal. Pero desaparecerlas o llevarlas al ámbito del ejecutivo no necesariamente constituye la mejor de las salidas.

Me parece que más allá del desenlace en los debates del Congreso, que estarán dominados por la mezquindad política de todas las partes, los herederos del movimiento, encabezados por Claudia Sheinbaum, tienen por delante un enorme trabajo para ajustar, eliminar y completar todo este paquete para hacerlo viable, financiable, progresista y democrático. Implicará recoger las oportunas, revisar las inoportunas y olvidarse de las oportunistas.