Columnas > ARTÍCULO DE FONDO

El placebo electoral

Ante cada reforma electoral que hemos tenido, los partidos quedaban satisfechos porque mejoraban la justicia, la transparencia y la representación. No todos quedaban contentos, pero aceptaban jugar con esas reglas. Es el caso de AMLO que llegó al poder apoyado en esas reglas, lo que indica que son ampliamente favorables a la expresión de la voluntad popular. Sin embargo, las ha combatido porque no le permiten acumular suficiente poder para menoscabar la representación de los ciudadanos en el sistema político y controlar los resultados. 

Los argumentos que aduce para su reforma son todos regresivos: convertir la autoridad electoral (hoy INE y TRIFE) en un instrumento dócil para los poderes políticos; reducir el número de legisladores de todos los congresos y elegirlos por representación proporcional (debidamente decolorada), justo cuando su partido arrasaría. En síntesis, control electoral y supermayoría forzosa para coagular las venas de la República con su dominio perenne. El razonamiento es muy simple y consiste en que si Morena ya es mayoritario a nivel nacional, los congresos terminarán teniendo, en breve, supermayorías de ese partido. Cada nueva elección permitirá consolidarlas y hará que el poder judicial quede bajo su control conforme se reemplace a los ministros de la Suprema Corte. También hará factible cancelar la presencia de bloques parlamentarios de oposición con capacidad de vetar o modificar las iniciativas del presidente. Todo el poder para el obradorismo, pues.

El placebo electoral

La reforma es la muralla que se quiere construir para detener el acceso a las decisiones públicas de la pluralidad política del país, aplastándola con una mayoría que resulta de la manipulación del descontento con el statu quo y a la que no se le reconoce personalidad propia. Su esencia está en el carisma totalizante y no en la autonomía del juicio ciudadano. De aprobarse, la reforma electoral solo serviría para crear un nuevo sistema hegemónico, equivalente del dúo PRI-presidente antes de la transición democrática. La oposición se suicidará si deja pasar esta reforma a cambio de incorporarse a la "mayoría", como lo insinúan priistas de abolengo.

Reformar una y otra vez el régimen electoral y de partidos no es más que un síntoma de la incapacidad de la clase política para reformar el Estado, que es el verdadero origen del déficit de representación y gobernabilidad. La inestabilidad de las reglas electorales por reformas incesantes y erráticas impide ver el problema real: una comunidad política que no consigue convertirse en verdadero estado democrático de derecho. Es un mal general de casi todas las democracias que nacieron en los años 80 del siglo XX y que aún no se derrumban. El ciclo de esta evolución tiene tres fases: la primera fue abrir el acceso al poder garantizando elecciones competitivas, limpias y transparentes. La segunda etapa ha sido el intento de afrontar, sin gran éxito, los problemas de sociedades con gran pobreza, desigualdad y polarización de ingreso y poder. La alternancia entre partidos ha demostrado ser insuficiente para democratizar el Estado y hacerlo capaz de desterrar los mecanismos profundos de nuestros males públicos: el patrimonialismo en el ejercicio del poder y la ausencia de capacidades estatales para proteger derechos y producir bienes públicos. 

La tercera fase es el atasco. Desde una ciudadanía débil se han construido partidos fuertes e instituciones débiles. El poder económico puede preservar cómodamente el "rentismo de cuates" (que no es igual a "capitalismo", de cuates o no) y las élites políticas pueden seguir gozando de la arbitrariedad secular de nuestra herencia despótica mestiza. No importa si la fórmula es neoliberal o populista. El resultado es siempre contrario al avance de la sociedad en el control democrático del poder. En esa fase estamos.

Para la agenda democrática el siguiente paso histórico no es otra reforma electoral, sino la del poder desde el corazón del Estado. Las reformas electorales son un placebo para la enfermedad mexicana: la presencia de un Estado que resiste a la democracia y al imperio de la ley y es incapaz de incluir y hacer justicia para todos. (Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM)

Twitter: @pacovaldesu