Pedir perdón nunca sobra

Desde los aperreamientos (ataques con perros), las amputaciones de extremidades y las quemas humanas perpetradas durante la conquista de América —que conocemos, no por los escritos activistas de Las Casas, sino por las mismas crónicas— hasta el uso de gas venenoso contra población civil en el Rif, los horrores de la contrainsurgencia en Cuba en el siglo XIX o las poco conocidas atrocidades del teniente Ayala en Guinea, la historia imperial española está tan jalonada de crímenes espantosos como la de cualquier antigua metrópolis occidental. España es un país normal en eso, pero no así en el hábito de pedir perdón por ese pasado. En los últimos lustros, lo piden el rey de Holanda y el de Bélgica; la Iglesia de Inglaterra y Juan Pablo II —que lo pidió en 2000 por la Inquisición y Las Cruzadas—. Lo piden Australia, que desde 1998 celebra un Día del Perdón (Sorry Day) por el maltrato a los aborígenes, y Emmanuel Macron, que en 2017 afirmaba en campaña electoral, en Argelia, que la colonización francesa había sido un "crimen contra la humanidad" y una "auténtica barbarie". En ocasiones, se pide un perdón con componentes autoexculpatorios y no incompatible con sentirse herederos del criminal en cuestión, pero se pide al fin y al cabo. En Ginebra, la leyenda de un monumento a Miguel Servet, víctima aragonesa de la represión calvinista, reza: "Nosotros, herederos espirituales del reformador Juan Calvino, condenamos un error que fue el de su tiempo". México pide perdón a los mayas, los apaches o los chinos asesinados en la matanza de Torreón, en 1911. Pero mientras todo esto sucede, el paisaje español es que el Rey ni siquiera responda a la carta en la que el presidente mexicano le propone un acto solemne de disculpa dirigido por ambos dos, junto con el Papa; la promoción de artimañas retóricas sobre imperios generadores y depredadores, defendidas en libros que protagonizan algunos de los mayores éxitos editoriales del último cuarto de siglo; o que en Madrid se levante una estatua a la Legión Española, homenajeada, no con una escultura de un legionario actual —lo que ya sería de gusto cuestionable—, sino con el de 1921: el que se fotografiaba con las cabezas decapitadas de los insurgentes rifeños.

Cuando se reclama que España se ponga al día de esta nueva sensibilidad internacional, emergen gracietas sobre el deber de Italia de pedir perdón por el acueducto de Segovia o las Médulas, pero son zascas de patas cortas. Entre Roma y nosotros hay una zanja profunda y ancha; una edad oscura que clausuró todos los linajes de aquel poder desaparecido. Entre el siglo XVI y el nuestro hay bastante distancia, ciertamente, pero no un corte histórico que convierta aquello en un pasado pasado, sino la continuidad de familias poderosas que lo eran entonces y lo han sido hasta hoy y de un Estado que se declara y es considerado heredero de aquel, coronado por un monarca cuya numeración continúa la de los reyes de entonces. Roma es un estrato histórico sellado, pero aquel en el que Cristóbal Colón hundió los pies en las arenas de Guanahaní continúa formándose. En él habitamos, y algunos españoles presiden empresas multinacionales que siguen depredando el continente y perpetrando tropelías neocoloniales contra las poblaciones indígenas de América, adonde llegan con la preferencia que otorgan el idioma y la historia.

Pedir perdón nunca sobra

Las peticiones de disculpas por la violencia del pasado son, en cualquier caso, la clase de cosa que es mejor que sobre a que falte. Su exceso no daña a nadie que no deba ser dañado y no es incompatible con el apego hacia los subproductos mejores de aquel imperio irreversible; como seguir leyendo a Borges o admirando el barroco andino. Pero sí es dañino su defecto; y tienen un valor extra en un mundo en el que la violencia colonial resurge con la fuerza pavorosa que vemos en Ucrania o Palestina. A quienes razonan que no podemos reprobar el pasado con criterios de nuestros días, hay que responderles que ese pretérito presuntamente ininteligible es el que España —cuyos últimos billetes de peseta exhibían los rostros de Colón, Cortés y Pizarro— enaltece en su fiesta nacional. Debe exigirse, al menos, la coherencia: si el pasado pasó y no podemos hablarle, ni él a nosotros hablarnos, sea así para todo; lo mismo para la condena que para la celebración.