Columnas > JUAN IGNACIO ZAVALA
Palabras al límite
Es el fin, ya no habrá República. La destrucción de las instituciones acabará con el país; ahora sí seremos Venezuela. Ya no tenemos Constitución.
Además, cambiaron a los de La Hora de Opinar. Ya no hay libertad, nadie puede decir nada. Ya no queda nada. No queda ni el INE. Es un estercolero. Quieren abolir la propiedad privada, se les dijo son comunistas.
Ahora sí seremos como Nicaragua. Lloverá fuego y arderemos junto con la democracia. No respetan nada. Son como Aníbal: no crecerá ni el pasto después de que lo pisen. Nos gobierna la ignorancia y el pandillerismo. Es hora de pensar nuevamente en ir a Miami o a Madrid.
¿Por qué Claudia Sheinbaum no se independiza de este demagogo? ¿A dónde vamos a parar con este señor?: ya se peleó con Estados Unidos. Se irán las inversiones: ahora sí seremos como Bolivia. Es imperativo salvar el orden republicano.
Hay que identificar a los traidores al país y a la democracia. Nos espera vivir aislados del mundo: ahora sí, seremos como Cuba. Será el maximato de Kim Jong-López.
Los lamentos de los adversarios de Andrés Manuel López Obrador son de lo más variado. Las voces opositoras se mueven como el famoso cuadro de El Grito de Edward Munch. Ahora bien, la cosa sí está fea.
No podemos decir que la situación en el país sea de tranquilidad y armonía. Además de la derecha que ve caer— más bien cómo se destruye— el edificio neoliberal que construyó en décadas de la mano con socialdemócratas, priistas y un grupo de comentócratas, hay empresarios y grupos de la sociedad que lamentan, con razón, el desmantelamiento de lo logrado.
Ahora bien, se habla con nostalgia de las presidencias limitadas, los gobiernos divididos, los presidentes contenidos porque no tenían mayoría. Suena muy bien, pero la verdad es que el sueño dorado de cualquier presidente de nuestra democracia hubiera sido tener la mayoría calificada en el Congreso.
Tener la mayoría es un anhelo muy democrático. Ni modo, así son las elecciones y así son los cambios. El ganador toma todo, dice un refrán universal.
Que regresamos a la época del partidazo, pero en una versión cavernaria es algo, por lo que hemos atestiguado estos días, bastante posible.
Que será una dictadura, nuestra inevitable venezolización, eso ya suena a que nuestro sistema de salud es mejor que el de Dinamarca.
Pero las exageraciones tienen sentido cuando lo que ha predominado por años es la retórica del exceso, las palabras sin costo, el discurso flamígero sin consecuencias.
Si el presidente admitió que su palabra era una broma, cruel en algunos casos, amarga en otros, la respuesta no puede más que ir en el mismo sentido.
También las expresiones oficialistas son consignas estridentes: una mezcla de populismo y acción revolucionaria que llaman la atención no por su contenido sino por la ferocidad con que son expresadas.
Porque atrás de las consignas morenistas —salvo en lo electoral— nunca hay trabajo de fondo. Sus proyectos de reformas están llenos de errores y despropósitos. Sus defensas en el Congreso son patéticas.
La gran mayoría no sabe ni lo que vota. Las ocurrencias campean en los discursos legislativos del morenismo. No saben lo que votan, solo lo que gritan.
Parece ser que viviremos algunos meses en medio de una vorágine política. La oposición ya tiene una bandera que le regaló Andrés Manuel López Obrador y Sheinbaum ya tiene un problemón que también le confeccionó su mentor.
En tan solo cuestión de quince días las alarmas han proliferado en el claudismo. La cosa no está padre.
El ambiente general se descompuso en unos días. Lo cierto es que ya estamos ante la transición más revuelta de nuestra vida democrática, situación paradójica, pues Sheinbaum ha ganado con más votos que cualquier otro.
Mientras la presidenta electa balbucea algunas consignas de apoyo al asalto institucional, el festín de los radicales continúa. Parece que festejan que se cortaron un brazo. Es evidente que no tienen idea de lo que viene, pero están fascinados con la guillotina.
Mientras tanto, seguiremos viendo las palabras al límite: por un lado, los que esperan la hecatombe, la instalación del comunismo, la disolución de la vida democrática y la decadencia generalizada. Por el otro, la llegada del pueblo al poder, la encarnación del pueblo en el líder, las procesiones a la finca chiapaneca, la beatificación del prócer de Macuspana.
Por lo pronto no me parece que haya llegado el fin de la República ni que López Obrador sea Julio César. Seguiremos siendo República. Bananera, pero República.