Columnas > ANA IRIS SIMÓN
Madres resignadas y padrazos
Hace unas semanas, en la sección de Cartas a la Directora, una mujer llamada Alba Martínez escribía sobre maternidad. Contaba que "te deja sin memoria ni consuelo, sin amor para ti ni paciencia para nadie", y cerraba con una reivindicación: que "la sociedad" conociera más sobre esa cara oscura del proceso para "empatizar y no dejarnos al abrigo de una ola que golpea incesante".
Hace un año, en la misma sección, otra mujer, llamada Carla Martínez escribía un relato similar. Hablaba de "las tres de la mañana, el pecho dolorido, el niño con hambre, un mal agarre, el pelo sucio". Como Alba, también sostenía que "de estos momentos tan extremos nadie habla".
Lo que relatan Alba y Carla es cierto: aunque no solo la maternidad es todo eso. Lo que no es verdad es que nadie te avise; me atrevería a decir, incluso, que es de lo poco que te cuentan. Más allá de las redes, donde hay miles de perfiles de instamamis que nos quieren hacer creer que sus críos no tienen ni rabietas ni mocos, es mucho más fácil ver a una madre quejándose de que no ha dormido que contándonos que sus hijos son la luz de su vida.
Incluso, en Instagram conviven esas cuentas que parecen catálogos con otras en las que se divulga contenido sobre maternidad que se refiere, precisamente, a las molestias de agarre y al pelo sucio. Algunas de ellas dicen que visibilizan la "maternidad real", como si la oscuridad fuera más real que la luz.
En las librerías, hace tiempo que los expositores de novedades están llenos de madres que se quejan de serlo y de padrazos. Parece como si a las mujeres se nos aplaudiera cuando escribimos sobre estrías, soledad, estrés y carga mental, mientras que a ellos les está permitido convertir en literatura las primeras palabras de sus hijos o sus elocuentes preguntas en títulos recientes tan bellos como Pequeño hablante o Literatura infantil.
Supongo que el fenómeno tiene que ver con que nosotras somos quienes más soportamos los sinsabores de la maternidad, de los irremediables —aquellos que tienen que ver con el hecho biológico— a los que no se quieren remediar —encargarnos mayoritariamente de cuidar o de las tareas familiares—, mientras que a ellos les queda reservada la cara más amable.
Pero también con que, si antaño el imperativo social era ser un perfecto ángel del hogar, hoy el mandato es basar nuestra identidad en lo que producimos y consumimos. Y en ese marco, la maternidad supone un escollo no solo en la carrera laboral sino en la autorrealización; no solo en el currículum sino en el ser.
De eso va Un trabajo para toda la vida, un libro que escribió en 2001 Rachel Cusk. En su momento generó cierto revuelo por fijarse en la umbría de la maternidad. Pero han pasado más de 20 años y ahora lo raro parece ser lo contrario: encontrar relatos firmados por mujeres que le escriban a la maternidad con la alegría y la levedad de Zambra o Neuman.
O con la devoción de Sergio del Molino, que hace un par de años publicó Ser solo padre, un texto en el que decía que sí, que él era un escritor de éxito, pero que eso eran naderías. Lo importante es que era padre, solo padre. Del Molino dedicaba los dos primeros párrafos a argumentar que poder decir eso era, a día de hoy, un privilegio masculino.
Y así es: si lo hubiera firmado yo, mañana amanecería trending topic, acusada de querer "refundar la Sección Femenina con brilli brilli", como me dijo una vez un tertuliano. Porque rotas las cadenas de ayer no vino la libertad sino grilletes nuevos.