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Los días infaustos en Ayotzinapa y aquella maldita bala .223...

  • Por: JUAN PABLO BECERRA-ACOSTA
  • 28 AGOSTO 2022
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Los días infaustos en Ayotzinapa y aquella maldita bala .223...

La desgracia de Ayotzinapa no son los Murillos y Zerones 

De pronto, con frialdad y jactancia, en los medios de comunicación solo hablamos de expedientes, de casos y pesquisas. Lo tenemos que hacer, pero es importante no deshumanizarnos, no sucumbir al hielo emocional, no normalizar y relativizar la violencia, y recordar una y otra vez la desgracia que padecieron y sufren todavía hoy 44 familias de los estudiantes de Ayotzinapa. Sí, 44, no solo 43. 

Regreso en el tiempo casi ocho años atrás, hasta visualizar lo que ocurría unos días después de la noche del 26 de septiembre y la madrugada de 27 de septiembre de 2014, cuando llegué a la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.  

Lo primero que me impactó al entrar fue el silencio en el patio de la "Raúl Isidro Burgos". Los muchos silencios, porque los padres de los jóvenes estudiantes estaban agrupados por familias.  

De origen campesino, con manos recias que labran tierras o no cesan quehaceres de leña y nixtamal, cargando no solo su mudez, sino sus miradas atónitas y espantadas.  

De pronto murmuraban entre ellos, bajaban el tono de voz, y volvían a posar su vista en la nada. Por momentos la clavaban en el piso, frecuentemente la congelaban rumbo al camino que lleva a la salida del lugar, como si aguardaran la llegada de alguien.  

Después de un largo rato ahí, me percaté que varios de los grupos familiares tenían una silla vacía en sus círculos. Me aproximé a una madre y un padre para platicar con ellos. Les dije que solo quería escucharlos, y pedí permiso para ocupar la silla vacía al tiempo que me inclinaba para sentarme.  

—¡No, señor! —me detuvo la madre, con entonación y mirada de que estaba yo a punto de cometer una imperdonable barbaridad—. Es para nuestro hijo. Lo estamos esperando a que llegue...—agregó. Dije perdón, discúlpeme por favor, no sabía, y los ojos se le llenaron de lágrimas.  

Para ella su hijo no era un desaparecido-muerto, como mi tiempo reporteril me había aleccionado que ocurre siempre que los sicarios levantan a alguien, sino un desaparecido-vivo cuya existencia se sostenía en su imbatible esperanza. Me narró lo que la identificaba con los demás padres: las muchas miserias campesinas, la esperanza de que su hijo, que apenas tenía unos días en la Normal como los demás desaparecidos, fuera maestro para que dejara eso de ser tan pobre como sus padres. Hasta que la ausencia del normalista incrustó de nuevo un silencio ensordecedor entre nosotros. Vinieron lágrimas silenciosas que ella se limpiaba en su rostro surcado de sol de tantos años de arrear y corretear animales en el campo. Nos despedimos y tuve la durísima impresión de que ella estaba muerta en vida de tanto dolor.  

A 124 kilómetros de ahí, en el Hospital General de Iguala, otro día logré visitar a Aldo, joven estudiante de Ayotzinapa. En una hoja blanca con letras negras, pegada arriba de la cama hospitalaria donde él estaba acostado, se leía:  

"Ruptura de cráneo por proyectil de arma de fuego".  

Escribí en mi crónica: "El paciente tiene un rosario plateado anudado en su mano derecha. También una cinta de tela café en la muñeca de la misma mano. Es una reliquia. En la cabeza le colocaron un pañuelo blanco bendecido con la imagen del Sagrado Corazón. Se aprecian suturas en ambas sienes. Aldo está prácticamente sin ropa para que no le dé fiebre. El joven de 19 años mantiene los ojos cerrados". 

Aldo. Aldo Gutiérrez Solano, el joven a quien aquella noche de canallas una bala policial (o sicaria, que para el caso era lo mismo); una enorme bala calibre .223, una bala para fusil AR-15, le perforó y atravesó de un lado a otro la cabeza.  

Maldita bala: Aldo perdió el 65% del cerebro y quedó en coma.  

Esa es la desgracia de Ayotzinapa. No los Murillos y Zerones. Nunca lo olvidemos, ¿sí?

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