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Las culpas de los otros

Vista desde posiciones progresistas, la Europa contemporánea es una realidad deprimente. Además de estigmatizar actos reprobables de las derechas, es preciso reconocer los fallos de la socialdemocracia

Vista desde posiciones progresistas, la Europa contemporánea es una realidad deprimente. La marea ultraderechista avanza en casi todas las playas, con sus aguas oscuras. Domina el escenario una familia popular europea de las peores que se recuerden, con algunas encarnaciones indistinguibles del trumpismo más mezquino e ignorante —como la corriente ayusista en España— o con instintos espantosos en materia de derechos humanos —como los de Friedrich Merz, probable próximo canciller de Alemania, quien propuso cortar en seco la concesión de asilo a sirios y afganos después de un acto criminal aislado en septiembre—. Los liberales acumulan graves manchas en su camiseta. El halcón alemán Lindner primero hundió a su partido, y después a su coalición. El presidente Macron tiene una hoja de ruta con agujeros negros de calibre grueso, como aquella reforma migratoria votada hasta por Le Pen. Siendo todo eso cierto, conviene también fijarse bien en las orillas progresistas, que no son impolutas.

Las culpas de los otros

Francia

El presidente Macron se ha granjeado sacrosantas críticas por muchos errores y su gestión de los resultados de las últimas elecciones es insatisfactoria y discutible. Sin embargo, cuando desde la izquierda se fulminan los errores del mandatario, a menudo se echa en falta un reconocimiento de los fallos propios. De entrada, la invocación de una suerte de legitimidad moral a obtener mandato de Gobierno de la coalición izquierdista dista de ser un derecho y convendría que fuera objeto de mayor ponderación. De entrada, porque le faltan unos cien escaños para tener mayoría absoluta y porque centristas y derecha tradicional, juntos, suman más. Si estos dos respaldan juntos a alguien, ¿tienen más o menos legitimidad que la coalición de izquierdas con menos diputados? Esta cuestión no tiene una respuesta constitucional clara y aquí tampoco se pretende decir que haya una respuesta política clara. Pero sí que, cuando menos, deberían sopesarse cautamente distintos argumentos, reconocer el peso de las razones de los demás. Aquí no hay poseedores de verdades reveladas y derechos superiores.

A pesar de ello, hay uno que sí parece creer tenerlas, y otros que han seguido su juego. Jean-Luc Mélenchon, jefe de La Francia Insumisa, ha declarado cosas interesantes en sendas entrevistas con este diario. En la primera, poco después de las elecciones, advirtió que no renunciaría a la aplicación íntegra del programa izquierdista. Él tiene solo 71 diputados, a su coalición le faltan unos cien, como decíamos, para la mayoría absoluta, pero reclamaba encargo de gobernar para los suyos con esa posición maximalista. Hace pocos días, declaró: "¡La democracia no es consenso!". Cabe preguntarse entonces qué es cuando la soberanía popular arroja un parlamento fragmentado.

La sensación es que Mélenchon antepone su aspiración a llegar al Elíseo al interés colectivo de los franceses, y el resto de la izquierda ha estado bailando a su compás hasta hace poco: veremos qué hará ahora, entre algunos síntomas de despertar del PS francés. Desgraciadamente, para Mélenchon, su candidatura presidencial parece horrorizar a los franceses más aún que la de Le Pen, así que un eventual duelo entre ambos en segunda vuelta tendría muchos visos de catapultar a la ultraderechista al Elíseo.

Por último, cabe notar la obsesión de la coalición progresista por derogar la reforma de las pensiones de Macron, que elevó de 62 a 64 años la edad de jubilación. Francia es un país con las cuentas públicas destrozadas. Aunque su demografía es mejor que la de otros países europeos, el envejecimiento avanza fuerte. Se entiende que la medida no guste, pero la indignada oposición huele a populismo a costa de futuras generaciones. Nadie en el pragmático PSOE español se plantearía un horizonte de jubilación tan temprano como la izquierda francesa indignada con el presidente jupiterino. Tal vez una actitud más pragmática y constructiva le habría granjeado mejores resultados a los progresistas de Francia —y a los franceses—.

Alemania

Olaf Scholz tuvo la reacción correcta después de la invasión de Ucrania, venciendo la inercia de la historia alemana y, sobre todo, de su propio partido, para abrazar un cambio de mentalidad en el que Alemania tendría que asumir mayor responsabilidad de defensa y seguridad. Su coalición manejó de forma relativamente eficaz la desconexión de la energía rusa.

Pero su balance está plagado de graves fallos. Claro está, no son todos de su responsabilidad. La coalición tripartita le restó agilidad. Pero esto no le exime de rendir cuentas por algunas cosas. No solo la transición que prometió en materia de Defensa ha sido lenta e ineficiente. Scholz está de forma cada vez más clara interpretando el papel de líder supuestamente prudente —que ha incluido una asombrosa llamada a Putin— y que en realidad tiene mucha pinta de un calculillo electoralista con los ucranios como elemento de juego. Los titubeos de su Gobierno ante la aplicación de la orden de captura emitida por el Tribunal Penal Internacional contra Benjamín Netanyahu son inaceptables. La suspensión de la aplicación de Schengen en todas las fronteras terrestres es otra medida muy decepcionante. En conjunto, Scholz no ha sabido capitanear la transformación que Alemania necesita.

España

La coalición progresista en el poder desde hace más de un lustro acumuló un excelente historial reformista en la legislatura anterior. Ha presidido una admirable fase de expansión de derechos y una buena recuperación económica después del descalabro de la pandemia —aunque, una vez corregidas por el incremento de la población, algunas cifras son menos brillantes de lo que parecen—. En su camino, afronta unas derechas parlamentarias en las cuales cuesta encontrar escrúpulos, apoyadas en sectores mediáticos militantes hasta el punto de desconocer el sintagma pluralismo opinativo y en sectores de la judicatura dedicados a un activismo antigubernamental que no es ilegal, pero es democráticamente desleal.

Pero esos importantes elementos positivos de su balance —y los rasgos execrables de la oposición— no excluyen graves fallos propios. La amnistía a los secesionistas catalanes es lo que es: un crudo trueque para mantenerse en el poder. Tal vez no sea inconstitucional —como muchos en la izquierda sostuvieron antes de que fuera necesaria para conservar los sillones— pero la súbita conversión en la vía de Damasco sabe amarga. Un sabor parecido a los intentos de reforma de la financiación de Cataluña, que no responden a los intereses generales sino a los de algunos. En la misma línea van una serie de nombramientos cuyo partidismo es de tal calibre que erosiona la confianza general en las instituciones o intentos de garantizar la pulcritud democrática, que se activan solo cuando le conviene a una parte y cocinados, en vez de con un proceso amplio e inclusivo, con el impulso desde la célula del poder ejecutivo máximo. Las reglas de la democracia conviene diseñarlas y reformarlas con amplios consensos, de otra forma no tienen gran promesa. La encomiable defensa de los derechos de los palestinos se torna menos brillante cuando se ve la actitud ante Marruecos y su ocupación del Sáhara Occidental.

La lista podría seguir analizando el desempeño de otras formaciones progresistas europeas, pero sería demasiado larga. De ninguna manera ello significa que esta columna crea que los fallos de las izquierdas sean equiparables a los de las distintas derechas. Los ultras, en concreto, son una aborrecible amenaza democrática. Los populares, por su parte, van ensanchando un historial muy decepcionante o, como en el caso español, directamente reprobable. De ninguna manera tampoco se pretende afirmar que, en muchos casos, hubiese alternativas fáciles. Pero el universo progresista europeo necesita hacer un sano ejercicio de autocrítica, no solo sobre errores lejanos de excesiva permisividad con el capitalismo, sino sobre su presente. Tal vez la resistencia exitosa contra las derechas —tan necesaria— empiece más ahí que en tacticismos de aliento corto.