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La ´primavera´ de Siria llegó en invierno
El fin del régimen de los El Asad cambia el equilibrio de poderes en Oriente Próximo
Pocas semanas después de que se iniciaran las revueltas de la Primavera Árabe el presidente sirio, Bachar el Asad, dijo en una entrevista que las protestas en Egipto, Túnez y Yemen iban a traer "una nueva era" en Oriente Próximo y que los dirigentes árabes tendrían que hacer más para acomodar las aspiraciones económicas y políticas de sus pueblos. Él no se aplicó el cuento. Se mostraba convencido de que su poder, una dictadura de manual, estaba seguro debido a su liderazgo en la resistencia contra la ocupación israelí de los territorios árabes (incluidos los Altos del Golán sirios). Hasta hoy.
El Asad tenía razón en ambas cosas. La alianza que su padre, Hafez el Asad, forjó con la República Islámica surgida de la revolución iraní de 1979 (debido a la rivalidad de ambos con el Irak de Sadam Husein), iba a ser crucial para protegerle de las revueltas populares que pronto se extendieron por toda Siria.
En noviembre de 2011 fui testigo del enorme despliegue de seguridad que abortaba los intentos de manifestaciones pacíficas en Damasco. Ya habían empezado las detenciones y el régimen había arrasado Deraa. Visité una Hama reducida por el miedo. Desde la carretera, vi Homs sitiada. "Son terroristas", aseguraban los portavoces oficiales. Enseguida, para justificarlo, el dictador dejó salir de las cárceles a los yihadistas detenidos al regresar de Irak, a donde los había enviado antes a luchar contra Estados Unidos.
Ya tenía la guerra civil que denunciaba. Tres años más tarde, llegó a hablarse de su exilio. Y así hubiera sido si sus aliados del eje de resistencia no hubieran acudido en su ayuda (otros países de la zona respaldaron al lado contrario: cada uno a un grupo diferente, balcanizando la oposición y el país). Los milicianos del Hezbolá libanés y los asesores de la Guardia Revolucionaria iraní fueron clave para la supervivencia de El Asad, aunque no llegó a ganar la partida. También la aviación rusa y los mercenarios de Wagner. Ahora se ha visto que tanto Teherán como Moscú protegían más sus propios intereses que el régimen sirio. Ocupados en sus propias dificultades, lo han dejado caer sin más que algunas declaraciones huecas.
El giro de guion enlaza con la "nueva era" que preveía El Asad. Lo que no lograron las revueltas de Túnez, Egipto y Yemen se abre camino con el fin a los 54 años de dictadura de su familia en Siria. De momento, cambia el equilibrio de poderes en Oriente Próximo. El golpe más obvio lo recibe Irán. La fuerza impulsora del eje de resistencia (y para sus rivales, las monarquías absolutas árabes, principal elemento desestabilizador en la zona) ha perdido a su principal vasallo regional y su vía de acceso directa a Hezbolá (muy degradado tras el último enfrentamiento con Israel). Resulta significativo que, a pesar de los llamamientos de los rebeldes a una transición pacífica, la Embajada de Irán en Damasco haya sido rápidamente asaltada.
Claro parece también el éxito de Turquía que, después de apoyar las revueltas de 2011, había fracasado en negociar un acuerdo con El Asad que le permitiera establecer una franja de seguridad en la frontera común para combatir a las milicias kurdas y devolver a los millones de refugiados sirios que acoge. Aunque Ankara ha negado cualquier apoyo a Hayat Tahrir al Sham (HTS), el grupo islamista suní que ha encabezado el levantamiento final contra El Asad, resulta improbable que no contara al menos con su visto bueno. De hecho, las milicias sirias aliadas de Turquía, agrupadas bajo la organización paraguas Ejército Nacional Sirio, han contribuido al espectacular avance.
Más complicado resulta evaluar el efecto sobre Israel e Irak. Si bien el Gobierno de Netanyahu celebrará cualquier acontecimiento que debilite a su archienemigo Irán, la realidad es que ha tenido en los El Asad un rival muy conveniente.
Durante cinco décadas su frontera ha sido la más segura de todas. Le favorecía tener una Siria débil como vecina. ¿Lo será bajo el nuevo régimen? ¿Estará dispuesto Israel a convivir con un sistema que a todas luces va a tener un fuerte componente islamista? ¿O recurrirá a sus habituales tretas para impedir que crezca la hierba bajo los pies de los sirios?
Difícil situación se plantea también en Irak, un Gobierno frágil que lucha por mantener una voz entre la opresiva influencia iraní y la cada vez más tenue de Estados Unidos. Tanto su primer ministro, Mohamed al Sudani, como el jefe del grupo parlamentario más numeroso, Muqtada al Sadr, se opusieron a intervenir en favor de El Asad, pero algunos grupos-milicia pro iraníes (islamistas chiíes) habían empezado el reclutamiento y no está claro cómo van a encajar un eventual Gobierno islamista suní en la frontera noroeste.
Un reto similar se les plantea a Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos que, tras haber respaldado la inicial insurrección contra el presidente sirio, se habían avenido en los últimos años a reintegrarlo en la Liga Árabe. Ambas recelan de los islamistas, tanto de los chiíes de Irán como de los suníes con los que comparten credo pero no visión del poder y la política. HTS, con raíces en Al Qaeda, ha dedicado los últimos años a reinventarse como una fuerza nacionalista y cambiado su retórica hacia un estilo más conciliador. Habrá que ver cómo se concreta en la práctica esa transformación. Sus primeros pasos son contradictorios: llaman a respetar a las minorías étnicas y religiosas, pero en Alepo ya han establecido una policía de la moral para asegurarse de que las mujeres se tapan el pelo.