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La caída del PRI, la buena y la mala
El desplome del PRI entraña tres consecuencias no necesariamente saludables para México
La caída libre del PRI parecería no tener fin. La difusión del audio de conversaciones telefónicas de Alejandro "Alito" Moreno, su actual dirigente, confirman la degradación ética y política de un partido que nunca se caracterizó por su probidad, es cierto, pero sí al menos por su oficio. Se había asumido que el PRI había tocado fondo tras los descarados escándalos en el sexenio pasado de gobernadores como Roberto Borge, Javier Duarte y César Duarte, de Quintana Roo, Veracruz y Chihuahua, respectivamente. La voracidad de todos ellos resultó tan desmesurada que violó incluso las permisivas reglas no escritas de la clase política. Los tres se encuentran en la cárcel, con lo cual se asumió que el PRI habría aprendido la lección. Pero lo que oímos en los audios de Alito, exmandatario de Campeche y miembro de esa camada descrita como la nueva generación de gobernadores priistas, revelaría que lejos de lavarse la cara, el partido coronó tales conductas y las llevó a la dirigencia misma.
Beatriz Paredes, Manlio Fabio Beltrones u Osorio Chong, presidentes anteriores, entre otros, ciertamente no practicaron la austeridad franciscana, pero poseían oficio y un sentido de responsabilidad para con su propio partido. Algo que en el caso de Alito parece completamente subordinado a sus ambiciones económicas y políticas personales.
No solo es grave que un personaje como él presida la tercera fuerza política de México. Es más grave aún el hecho de que eso refleja no solo la degradación de un partido sino de la política misma en nuestro país. Es decir, personajes como Alito han existido siempre, pero el sistema solía destinarles papeles de apoyo en la operación política y en tareas de financiamiento ilegal. El hecho de que los Borge, los Duarte y los Alitos comenzaron a tomar las riendas de ese instituto político no es solo producto de la habilidad personal, sino del cambio de las reglas del juego en las prácticas políticas, y del encumbramiento de la transa y el cinismo como atributos fundamentales para escalar.
Los que crecimos padeciendo los excesos y abusos de un régimen de partido único, difícilmente lamentaremos el desplome del PRI. Pero la manera en que esta caída está sucediendo entraña tres consecuencias no necesariamente saludables para México.
1.- Mercenarios en control de las elecciones. Para su desgracia, a diferencia del PAN, la fuerza electoral del PRI reside allá donde Morena le supera, lo que les condena a perder una elección tras otra. Lo más probable es que el PRI se transforme en un partido parecido al Partido Verde, aunque con más fuerza. Es decir, un contendiente destinado no a ganar elecciones por sí mismo, sino a convertirse en (in)fiel de la balanza para darle el triunfo a otro. Y si el PVEM con su 5% de intención de voto histórico ya era un factor preocupante, el 15 o 17% que aún representa el PRI, significa que cerca de una quinta parte de la votación potencial estaría en manos de mercenarios de la política: partidos que hace tiempo perdieron identidad ideológica y capacidad de competir, salvo para convertirse en cheques en blanco cotizables al mejor postor. Un tema por demás preocupante para la vida democrática de México.
2.- Incapacidad del sistema para procesar la inconformidad social. La frecuente toma de casetas, el bloqueo de vías de comunicación e incluso la retención de autoridades, incidentes que ahora están proliferando podrían ser atribuibles al estilo personal de gobernar de Andrés Manuel López Obrador, pero en el fondo son resultado del desmantelamiento de los mecanismos de control social que ejercía el viejo orden político. Podemos festejar el fin del corporativismo charro o el eclipse del clientelismo ejidal y campesino de las organizaciones priistas, pero es obvio que cumplían tareas de control del conflicto y gobernabilidad que no han sido reemplazadas. Los grupos sociales inconformes han percibido que los canales tradicionales de negociación y cooptación están rotos. Las recientes protestas de los trabajadores de Pemex abren un frente que nos habíamos acostumbrado a dar por descontado: la disciplina del sector obrero. En una sociedad sana, el declive de un orden autoritario es sustituido por el surgimiento de un entramado de instituciones que ofrecen salida a los conflictos y vías de expresión a las diferencias. Lo que antes se resolvía por la represión y la cooptación ahora debería conseguirse gracias a reglas claras y consensos. En México no ha sucedido así, o al menos no con la velocidad necesaria (sobre este tema, publiqué en otro espacio un extenso texto el martes pasado, que he sintetizado en este párrafo).
3.- Filtraciones y guerra sucia desde el poder. Y cuando hablamos de la degradación de la política no debemos soslayar que eso incluye la manera en que la opinión pública se ha enterado de la "calidad" moral de Alito: mediante la divulgación de grabaciones ilegales filtradas por adversarios políticos que pertenecen al partido en el poder. Es decir, la exhibición de las malas prácticas de los políticos no obedece a un mejoramiento de la capacidad de monitoreo de la sociedad civil, de los mecanismos de transparencia o de la independencia de la prensa, como debería ser en una sociedad democrática, sino al juego sucio de la propia clase política. Se trata de grabaciones ilegales que dan cuenta de tácticas de espionaje más que deleznables. Ya era preocupante el hecho de que Ricardo Anaya, el expresidente del PAN, esté sujeto a procesos penales por iniciativa de la Fiscalía General de la República, una institución ética y políticamente cuestionada por el uso faccioso de sus facultades. Concretamente en este caso, el hecho de que su incriminación proceda de un testigo protegido como Emilio Lozoya y un juez ya mostró las inconsistencias de las supuestas evidencias, sientan preocupantes precedentes. No se trata de que las malas prácticas de Alito o de Anaya, cabezas de corrientes políticas opositoras, deban quedar impunes u ocultas, sino de evitar que los aparatos de estado se ceben exclusivamente en casos de corrupción, si los hubiera, en los que intervienen rivales, convertidos en blancos políticos.
En suma, el eclipse del viejo PRI no es algo que habremos de lamentar. Lo que sí es deplorable es que no todas las implicaciones de este desplome, y la manera en que está sucediendo, sean sanas o buenas noticias para la democracia mexicana.