La bondad de un robot salvaje

Uno de los retos que deberemos afrontar es programar la inteligencia artificial con unos principios éticos comunes

La Unidad Rozzum 7134, apodada Roz, ha amerizado por accidente, como parte de un cargo de robots recién salidos de fábrica, en una isla habitada exclusivamente por animales salvajes. Diseñada para interactuar con humanos y atender a sus necesidades, la protagonista de El robot salvaje, la reciente película animada de Chris Sanders, deberá aprender a convivir y comunicarse con otras especies en un entorno donde la mayoría de las tareas para las que fue programada carecen de sentido. A partir de este encuentro entre la inteligencia artificial y la naturaleza salvaje, concebido originalmente por Peter Brown en una novela ilustrada, surge una historia de bondad, amor y ternura. Una narración que evoca grandes cuestiones humanas, desde la crianza de los hijos hasta cómo nos sobreponemos a nuestras limitaciones genéticas, sugiriendo, al mismo tiempo, un debate sobre lo que significa que la inteligencia artificial sea bondadosa o ética y su potencial. En una analogía con los hijos, naturales o adoptados, que representan para los padres la oportunidad de aportar al mundo una mejor versión de sí mismos, la película ofrece, tácitamente, un nuevo horizonte en el que la inteligencia artificial se convierte en una segunda oportunidad de la humanidad para hacer las cosas bien.

Madre improvisada de un polluelo de ganso a cuyos progenitores mata por accidente, Roz, como todas las madres y los padres, aprende a criar sobre la marcha. Programada para proteger y anteponer las necesidades de los demás a las suyas, logra suplir su inicial falta de emociones con una entrega total a las necesidades prácticas de Brightbill. Este debe aprender a nadar y volar, pero sus alas son inusualmente pequeñas. Gracias a la perseverancia de Roz, que utiliza sus capacidades de procesamiento de la información para desarrollar un programa de entrenamiento óptimo y con el apoyo de otros animales como el zorro Fink y el halcón Thunderbolt, el pequeño ganso consigue aprender a volar mejor incluso que las demás crías de la bandada, cuando, sentencia el viejo Longneck, sus perspectivas de supervivencia eran escasas.

La bondad de un robot salvaje

Del mismo modo que Roz logra que Brightbill, con trabajo y constancia, fuerce su genética defectuosa para poder migrar hacia el Sur, ella misma fuerza su programación, e ignora el comando que le indica que debe regresar a fábrica, una vez completada su misión. Roz decide quedarse en la isla y se declara una robot salvaje. Ante un invierno inusualmente frío, con la ayuda de Fink se autoimpone la misión de rescatar a todos los animales —desde el oso hasta las pequeñas zarigüeyas— para reunirlos en una gran cabaña al calor de una hoguera. Tras el caos inicial que implica juntar bajo el mismo techo a animales depredadores y a sus presas, Roz y Fink les hacen ver que "la bondad es una habilidad de supervivencia". "Tienes razón", responde el oso, el más temido por todos; "prometo no dañar a nadie mientras estemos dentro de la cabaña". Y así sobreviven juntos al invierno.

Más allá de la cabaña como metáfora del contrato social hobbesiano, el aspecto más interesante de esta tregua imaginaria entre animales salvajes es el papel de Roz: la inteligencia artificial como facilitadora de la bondad y la cooperación, más como habilidades de supervivencia que como valores estrictamente éticos. El relato enlaza con las reflexiones del filósofo tailandés Soraj Hongladarom, quien ha escrito extensamente sobre la dimensión ética de la inteligencia artificial desde una perspectiva asiática. 

En esta perspectiva, la distinción entre humanos y objetos es menos rígida que en la tradición occidental —pensemos en los tsukumogami u objetos animados en Japón o en la tradición china del feng shui, que atribuye energías a las cosas. Quizá por esta razón, la percepción de la inteligencia artificial es más positiva entre los asiáticos, que desconfían menos y aprecian una mayor conexión con ella, tal y como concluye un reciente estudio realizado por la Universidad de Stanford. Frente a la caricatura del robot malvado que se aprovecha de los humanos, habitual en nuestro imaginario, Roz sería una combinación de eficiencia técnica y excelencia ética en términos de Hongladarom. Si la eficiencia técnica consiste, por ejemplo, en la capacidad de un coche para alcanzar una velocidad alta, la excelencia ética sería el carácter seguro del coche. Argumenta el autor que todos podemos estar de acuerdo en que un coche con airbags es mejor que uno sin ellos, porque protege a sus ocupantes, y proteger a los ocupantes del coche obedece a una premisa ética del fabricante.

La inteligencia artificial no conoce fronteras, y uno de los retos que tenemos es programarla conforme a unos principios éticos comunes. Ante la dificultad, por una parte, de fijar unos principios que todas las sociedades consideremos válidos y las limitaciones que supone, por otra parte, que cada sociedad programe a la inteligencia artificial conforme a sus valores, Hongladarom aboga por una visión más utilitarista que trascienda el debate entre universalismo y relativismo cultural. El objetivo común sería garantizar que las interacciones de la inteligencia artificial con los humanos, en cada contexto cultural, sean beneficiosas y no causen daño. Hongladarom propone inspirarnos en el budismo y el estoicismo para desarrollar este ideal ético de perfectibilidad, en el que, si bien "las máquinas y la inteligencia artificial (...) se preocupan por el bienestar y los intereses de los demás más que por los propios", lo hacen en el entendido de que "todas las cosas están interconectadas y son interdependientes", y que, por tanto, este mismo principio altruista inspira las relaciones de los humanos con las máquinas y de las máquinas entre sí... y, volviendo al personaje de Roz, de las máquinas con la naturaleza.

Así, los investigadores colombianos Pedro Reynolds-Cuéllar y Andrés Salazar-Gómez, del Massachusetts Institute of Technology, lanzan un llamado a repensar el antropocentrismo de la robótica actual, poniendo el foco en la Interacción Naturaleza-Robot (NRI, en sus siglas en inglés). Subrayan el significativo impacto medioambiental de los residuos electrónicos que genera la producción de robots y otros dispositivos —sólo en 2019 se generaron a nivel mundial 54,6 megatoneladas de residuos, "el equivalente aproximado en peso de 18 millones de elefantes adultos"—; el uso insostenible de materias primas en el proceso de producción y el enorme consumo energético de estos dispositivos inteligentes. Proponen una serie de principios para integrar, desde el comienzo, a la naturaleza en el diseño y la programación de los robots para asegurar que sean creados, alimentados y desechados de manera que no dañen el ecosistema. Si bien reconocen potenciales dilemas éticos —por ejemplo, en aquellas situaciones en las que entran en conflicto las necesidades humanas y las de nuestro entorno natural—, invitan a desarrollar y afinar una visión que, finalmente, busca concebir un ecosistema en el que no tracemos una separación nítida entre humanos, robots y naturaleza y fomentemos una convivencia más armónica y equilibrada de todos.

En la película podemos vislumbrar algo de este horizonte de robots energéticamente autosuficientes programados para reciclarse y autorrepararse. Roz se recarga con energía solar y recupera el transmisor de otra Unidad Rozzum, destruida en el amerizaje, para reemplazar el suyo dañado. Cuando pierde una de sus piernas metálicas en el río, la sustituye con una de madera, tallada a medida por el gruñón, pero bondadoso castor Paddler, en una poética secuencia de Interacción Naturaleza-Robot.