Columnas - De política y cosas peores

El tiempo no perdona

  • Por: CATÓN
  • 26 SEPTIEMBRE 2022
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El tiempo no perdona

Oficio deleitoso es el mío, de juglar. Me lleva a todas partes. He estado en todos los municipios de mi natal Coahuila -38 son-, aun en los más pequeños, y he ido a todos los estados del país. En todas las capitales de los estados he dictado conferencias, con excepción de una: Chilpancingo. Mis ojos, los de la cara y los del corazón, se han llenado con las creaciones que Dios y el hombre han puesto en México; mi paladar se ha deleitado con los guisos de todas las cocinas mexicanas; he admirado el arte y las artesanías que ponen sus colores en nuestro país. Lo mejor de México,  sin embargo, es su gente. Voy, por ejemplo, a Nayarit y escucho a buenos amigos nayaritas hablar de sus ingenios. La velada es deliciosa. Navega la conversación por un amable río de ron hecho aquí mismo, y el visitante disfruta los relatos de los hechos y dichos de insignes personajes. Don Alberto Ibarra fue uno de ellos. Músico de Santiago Ixcuintla, era organista titular de la parroquia -"Es el que les toca el órgano a los novios", decía una beata-, pero también tocaba el piano en el congal del pueblo. La música, ya se sabe, es hermoso arte, pero difícil profesión. Para ganar la vida don Alberto debía alternar el canto gregoriano con el muy profano. Gustaba de los espíritus del vino, y con frecuencia las notas se le revolvían: días hubo que tocó en la hora santa "Amor perdido", y noches en que se le escaparon los acordes del "Venid, pecadores" en el lupanar. Don Alberto era soltero, solterón. Muy joven estuvo a punto de tomar estado. Entró en amores con una linda joven de cuerpo juncal y talle como de palmera. Una noche tocaba él en un baile, y la muchacha, a falta de su bailador, salió a la pista muy amartelada con un viajante de comercio. Eso encalabrinó al celoso novio.  Cortó su relación con la muchacha. Pasó el tiempo, y un día don Alberto se topó en la calle con una mujer feísima, panzuda, de hirsuta pelambre oxigenada. No la pudo reconocer sino hasta que ella misma se presentó: era la coqueta que bailó con el forastero. Suspiraba con alivio don Alberto al mencionar aquel encuentro: "Le di gracias a Dios por haberme salvado, y le  pedí que le diera las gracias de mi parte al viajante de comercio". Pobre mujer, digo yo. El tiempo no perdona ni aunque le digas: "Usted perdone"... Tenía dos hermanas don Alberto, solteras también, a quienes mantenía. Ambas lo celaban mucho, pues temían que alguna mujer le echara el lazo, con lo que ellas quedarían sin amparo. En cierta ocasión pasó por la casa de don Alberto una frondosa dama de generoso tetamen. Él le dirigió un piropo sumamente poético y sutil. Le dijo: "¡Mamasota! ¡Estás como pa' acabarme de criar!". Sonrió la mujer al escuchar aquel gentil requiebro, y eso hizo que las hermanas se encresparan. "¡Parece mentira! ¡60 años y piropeando fulanas! ¡Ya estás viejo pa' eso!". "Viejo pa' eso. -repitió don Alberto como en eco-. Pero no pa' trabajar ¿verdá?". Un día don Alberto perdió pisada, cayó al suelo y se falseó un pie. Al salir de su casa cojeaba visiblemente. Unos cuantos metros caminó, y en el trayecto seis o siete personas le preguntaron qué le había pasado. A todas hubo de darles la detallada explicación de su accidente. Buen trecho le faltaba todavía para llegar a la parroquia. Pensó que por lo menos 30 personas más le harían la misma pregunta en el camino. Regresó a su casa, hizo un cartel, lo clavó en un palo y salió con él en alto. Decía el letrero: "Me caí". Uno igual, digo yo, debería portar Alejandro Moreno, el tal Alito, dirigente nacional del PRI. Se cayó, más de lo que ya estaba caído, cuando se entregó a López Obrador Y de ésta caída ya no se levanta. FIN..

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