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El mito de los órganos autónomos
Los defensores a ultranza de los órganos autónomos creen que las instituciones públicas pueden funcionar de manera apolítica, comandadas por una burocracia ilustrada y benévola que tome decisiones científicas en absoluta neutralidad. Es decir, creen una fantasía.
La realidad es que no existe una sola decisión pública que no tenga un contenido político. La propia creación de los órganos autónomos fue una decisión política al fijar objetivos deseables y normativos de lo que debe hacer, o no, el Estado. De hecho, como ha mostrado la investigación de Cristopher Ballinas, los órganos autónomos mexicanos fueron resultado de luchas políticas en las que, como en toda institución pública, los grupos ganadores tomaron control del diseño institucional para beneficiar a sus camarillas.
En el fondo, los órganos autónomos nacieron como reflejo de los dogmas típicos del neoliberalismo noventero: la idea de que la política es inherentemente perversa y el ensueño de que la burocracia ilustrada eficiente, virtuosa y competente gobernará aislada de sus gobernados, pero en beneficio de éstos.
Por eso, no sorprende que, quien más defiende a los autónomos, sea la misma generación de la transición democrática que asocia a la política con el PRI, al PRI con el poder autoritario y a las mayorías con la ignorancia.
Sin embargo, quienes dicen que los órganos autónomos son eficientes por estar aislados de la política se topan con un problema: la realidad. Empíricamente es evidente que los órganos autónomos mexicanos rara vez han estado alejados de la política, ni en su operación ni en su diseño. En los hechos, sus liderazgos casi siempre han sido escogidos por cuotas partidistas y sus estructuras con frecuencia han quedado determinadas por factores tan políticos y mezquinos como crear suficientes direcciones de área para repartir el pastel.
Otro mito muy enraizado es la idea de que los órganos autónomos solo toman decisiones técnicas y no políticas. Toda decisión "técnica" tiene un contenido político. La Fiscalía General de la República es un organismo autónomo que toma decisiones técnicas sobre la procuración de justicia, pero nadie se atrevería a decir que lo hace de forma apolítica. Por el contrario, existe el temor de que su autonomía le haya permitido politizarse en favor de las cruzadas que sus líderes consideran pertinentes.
Existen decisiones que parecen técnicas, pero en realidad son políticas. Por ejemplo, la Comisión Reguladora de Energía tomó la decisión de otorgar subsidios enormemente favorecedores a empresas de energía limpia durante el sexenio de Peña Nieto. La decisión, supuestamente técnica, en realidad fue política pues supuso favorecer a privados con recursos públicos para lograr un objetivo que en su momento consideró deseable.
Un dogma que merece revisión es el de que los órganos autónomos son más eficientes que los que no lo son. No hay duda de que ciertas acciones son bien realizadas por autónomos. La medición de la pobreza por el Coneval, o la organización de elecciones por el INE. Sin embargo, también hay autónomos donde pululan ineficiencias. El INAI lleva casi una década sin crear un servicio profesional de carrera que le requiere la ley. En materia de telecomunicaciones, el Instituto Federal de Comunicaciones no ha logrado regular de forma que, como ha mostrado The Competitive Intelligence Unit, un actor no concentre el 70% de los ingresos en los servicios de telefonía móvil.
Hay órganos dependientes del Ejecutivo que son muy eficientes. La Agencia Digital de Innovación Pública de la Ciudad de México, dirigida por Eduardo Clark, es un ejemplo de ello. A nivel nacional, la Comisión Nacional de Salarios Mínimos, dirigida por Luis Munguía, es otro.
En cuando al debate actual sobre si los autónomos deben convertirse en órganos dependientes del Ejecutivo, me parece que más que atribuir virtudes fantasiosas a la autonomía, una discusión pública más madura debería tratar de entender qué ingredientes están detrás de los éxitos que ciertas instituciones autónomas han tenido.
Me parece que un detalle que merece particular atención es la forma en que se reguló su mandato. Los órganos autónomos tienen objetivos claros, concretos y establecidos en la Constitución, con carteras de actividades menos diversificadas que las que tienen las secretarías de estado. Esta claridad en el objetivo no se debe a que sean organismos apolíticos, sino a algo mucho más mundano: a que tienen un marco de funciones acotado y definido. Los órganos autónomos que funcionan no son instituciones apagafuegos, sino instituciones rutinarias que logran estructurar sus procedimientos y por tanto ser operativamente más capaces. Esto es muy positivo y debe buscar formas de replicarse en el resto de la función pública.
Los órganos autónomos tienen desafíos que deben ser discutidos con seriedad, pero ello no justifica su eliminación a rajatabla. El más importante de los desafíos es lograr que su diseño no los aísle por completo de los deseos que los votantes expresan en las urnas. Por ejemplo, guste o no, en 2018 el votante mexicano escogió a un Gobierno cuyo objetivo era desprivatizar la generación de energía y crear un proveedor estatal de peso. La Cofece, pensada para responderle al votante de 2013, no pudo responder a este cambio y minó al proveedor estatal, combatiéndolo con la misma fuerza con la que combate a actores privados. Mejores liderazgos, con mayor sensibilidad, podrían ayudar a atender este desafío.