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El fantasma del endeudamiento
En 2001, el entonces presidente argentino Fernando de la Rúa tuvo que renunciar al cargo, después de que su gobierno no pudo impedir el colapso económico del país. Adolfo Rodríguez Saá, mandatario interino, tomó la decisión de declarar la mayor moratoria de la historia de la República Argentina. Esto fue inevitable, pues la nación carecía del dinamismo, la productividad y el crecimiento necesarios para enfrentar la crisis económica en que se encontraba.
Esta acción fue seguida de una serie de ajustes, como la devaluación de la moneda, que hasta hoy siguen cobrando factura en la economía argentina. Algo similar sucedió en 1982, cuando México, con José López Portillo como presidente, no pudo seguir pagando la deuda. La decisión causó un efecto en cadena en toda la región latinoamericana. En ese entonces, el Gobierno empeñó el futuro del país en la producción de petróleo, abandonando al resto de los sectores. Al colapsar el precio internacional del oro negro, la economía se fue al precipicio.
Estos son sólo dos antecedentes, pero una revisión profunda del fenómeno en el mundo, especialmente en América Latina, mostraría por qué hasta la actualidad la deuda pública es un instrumento cargado con una connotación negativa, cuando en realidad también puede ser virtuoso. La deuda, en un ambiente de crecimiento y productividad para personas, empresas y gobiernos, es un mecanismo que potencializa el bienestar.
Existe una comprensión básica sobre cómo funcionan el crédito y la deuda. Tal concepción está basada, mayoritariamente, en experiencias personales. Pedimos prestado el dinero de alguien más: del banco, de la compañía hipotecaria, de un amigo... El siguiente y lógico paso es utilizarlo, para después pagarlo incluyendo los intereses generados. Esa es la fórmula básica, ya sea que el crédito se utilice para comprar una casa o un automóvil, o bien, pagar la cena en un restaurante.
La dinámica en el caso del Gobierno no solamente es la misma, sino que los objetivos de adquirir deuda pública son también equivalentes: los créditos a ese nivel permiten atender necesidades de manera inmediata, utilizando recursos que serán pagados dentro de un plazo futuro, delimitado con claridad. Si la economía crece y la recaudación de impuestos también, entonces tenemos la certidumbre de contar con la capacidad futura de pago.
En otras palabras, aunque implican un costo de oportunidad, los créditos pueden ser útiles y necesarios para el funcionamiento de la economía. Sin embargo, con demasiada frecuencia, todas las deudas, por una u otra razón, tienen una connotación negativa. Los intereses son entendidos como algo que conlleva problemas, por lo cual la mayoría de las personas hacen hasta lo imposible para no adquirirlos. Sin embargo, olvidamos que muchas acciones simplemente no son prácticas, si no se cuenta con algún tipo de acceso al crédito.
Un endeudamiento virtuoso realizado por un Gobierno es el que se destina a aquello que mejora el bienestar de la gente en el largo plazo. Las obras de infraestructura son un gran ejemplo. Lo mismo aplica para las ocasiones cuando el crédito es aplicado a educación, salud y seguridad.
Desde que comenzó la pandemia de Covid-19 surgieron rumores de que se entraría en un periodo de inflación más alta de lo habitual. Si bien esto puede parecer una razón para actuar con cautela, la inflación en realidad mejora las condiciones de los créditos que sean considerados como virtuosos. La mejor manera de proteger los ahorros contra la inflación es invirtiendo.
En el caso del Gobierno, debemos invertir agresivamente en garantizar la seguridad del país; contar con las mejores policías, y mejorar nuestra infraestructura, el sistema educativo, de salud y de transporte. Tenemos que invertir para elevar nuestra productividad e impulsar la economía, con el objetivo de aumentar la recaudación, lo que a su vez permitirá cubrir, en un futuro, la deuda contratada en el presente.
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