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El enemigo de tu enemigo
Bajo la consigna de “el enemigo de tus enemigos es tu amigo” muchas personas inteligentes se abrazan a necios y muchos tipos honestos se alían con delincuentes. Es, por lo tanto, una mala consigna. Pero el odio ciega, mucho más que el amor. Nadie sabe si esa escena del balcón de la presidencia de la Comunidad de Madrid aspiraba a convertirse en una versión de aquel musical, Evita, pero con la letra cambiada: gracias por insultar por mí, Argentina. Poco importa.
Bajo la máscara de un anarcocapitalismo desprejuiciado viaja una estrategia ya conocida, la de beneficiar a cuatro empresarios cercanos a costa del erario público. Es tierno ver hablar en público contra los impuestos y la justicia social mientras se regalan parcelas públicas a colegios privados, se traspasan las funciones de la sanidad de todos a negocios particulares y se exprime la ciudad vivible en favor del chiringuito turístico.
No hay nadie que se crea lo de la libertadcarajo después de estudiar las acciones económicas puestas en marcha, porque es fácil distinguir qué ciudadano es más libre, si el que cruza una calle con semáforos o el que intenta cruzarla sin que haya semáforos.
Las recetas de Milei tienen éxito cuando la crispación social alcanza tal calibre que se termina en una dictadura policial. Entonces sí funciona la teoría, porque nadie niega a Hitler el milagro económico en su país, pero todos conocen el coste en degradación moral.
Del mismo modo que nadie le puede negar a China que sea el país con el mayor crecimiento económico en la última década, pero siempre a costa de pisotear las libertades civiles y el ámbito de decisión personal de sus ciudadanos.
Por todo ello, a lo que recordó el agasajo atropellado al presidente argentino en Madrid fue más bien a otra visita que se estaba produciendo en ese mismo instante en la otra punta del mundo. Vladímir Putin viajó hasta Corea del Norte y se presentó junto a su aliado Kim Jong-un. Lo hizo como respuesta a su ausencia en las cumbres del G-7.
Mientras viajaba en una procesión por las calles del país, asomado a un Mercedes descapotable, saludado por ciudadanos obligados a saludar, era fácil imaginarle pensando: pero, ¿cómo narices he caído tan bajo?
Porque apenas una década atrás, antes de emprender su guerra colonial contra la independencia de Ucrania, Putin era recibido con respeto por las cúpulas políticas de todo el mundo. Se sentaba en mesas decisivas y hasta hacía demostraciones de carisma, pese a que todo el mundo sabía que su poder provenía no tanto de sus cualidades personales como de los hidrocarburos que guardaba en el subsuelo de su país.
Del mismo modo que ahora decide y es agasajado un jeque petrolífico por líderes del mundo que no ignoran que mandó descuartizar a un periodista crítico. Putin confía en que los líderes nacionalistas europeos, que antes reconocían en público su admiración por él, se hagan con cuotas de poder que frenen el apoyo a Ucrania.
Sabe que tiene muchas posibilidades de lograr que el próximo presidente de los Estados Unidos sea otra vez alguien que le debe pleitesía y que mirará para otro lado ante sus excesos. Todo eso lo sabe, pero saluda junto a su proveedor coreano como si la escena fuera memorable y no patética. Se entiende que la enemistad hace muchos amigos, pero resulta chocante ver que alguien en vez de premiar las dotes musicales de, digamos, un Arvo Pärt, decide condecorar a Manolo el del bombo tan sólo para fastidiar a los melómanos.