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De Peña a AMLO: dos informes, dos países

Era 3 de septiembre de 2018. Peña Nieto, en su último aliento, rendía su informe final de funciones en el patio central de Palacio Nacional. Una caja de resonancia cerrada a cal y canto. A la cita acudió la élite: gobernadores, gabinete, embajadores, empresarios y periodistas. Un desfile monocromático de traje, corbata y pompa. Sectarismo, creo que le llaman.

En pantalla —la única rendija desde la cual los mortales podían espiar la ceremonia—, aparecieron dos presentadores cuidadosamente seleccionados para prestar su voz al discurso oficial. Con entusiasmo contenido y teleprompter, elogiaron el espléndido sexenio que terminaba. Uno hecho por y para la televisión.

De Peña a AMLO: dos informes, dos países

Enrique Peña Nieto entra a escena. Avanza enérgico por la galería Insurgentes de Palacio Nacional. La banda presidencial le cruza el pecho como escudo: un conveniente recordatorio de su investidura. A su lado camina el Jefe del Estado Mayor Presidencial, figura de una era que agoniza. Aquel cuerpo de seguridad desaparecerá en cuanto Andrés Manuel López Obrador cruce el umbral.

Besos, sonrisas perfectas y falsa adulación escoltan a Peña hacia la tarima. Sobre ella, un enjambre de funcionarios de negro, están listos para sostener con su presencia la frágil autoridad peñista. En la esquina del presídium, dos mujeres: una tolerada anomalía.

Los saludos iniciales son un rosario de nombres y cargos: al presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, del Senado, el ministro presidente, etcétera. Peña agradece a sus colaboradores y a su familia. Angélica Rivera —la Gaviota— se deja ver llorando. ¿Y el pueblo de México? Seguro se perdió entre las versiones previas del discurso. Un olvido entre borradores.

En su informe, Peña Nieto da cuenta de los compromisos que había firmado —ante Notario Público— durante su campaña. Parece comedia. También habla, sin mucha convicción, de las 14 reformas estructurales logradas gracias al Pacto por México, ese acuerdo que prolongó, sin respaldo popular, un sistema que solo fingía ser democrático. En el informe, se presenta como un esfuerzo de los tres grandes partidos para deponer sus diferencias y trabajar por el bien de México. Los asistentes contienen las carcajadas.

Cratos sin demos: poder sin pueblo.

1 de septiembre de 2024: año del triunfo de Claudia Sheinbaum Pardo como primera presidenta del país. En tal día, Andrés Manuel López Obrador presentó su último informe de Gobierno. Si su intención fue ser la antítesis de Peña y su camarilla, lo consiguió. Presenciamos un exorcismo.

El evento tuvo lugar en el corazón de la narrativa obradorista: el Zócalo capitalino. Ese lugar es capaz de contar la historia entera. Ahí llegó Andrés Manuel por primera vez en 1991 con el Éxodo por la democracia, encabezó la marcha del silencio contra el desafuero de 2005, lideró las protestas contra el fraude electoral de Calderón y, más recientemente, los informes anuales del llamado Triunfo del Pueblo.

Andrés Manuel sale de su residencia oficial: un departamento levantado por Felipe Calderón dentro de los muros de Palacio Nacional. A su lado, su esposa, la (no) primera dama. No lleva banda presidencial. Lo que natura da, de símbolos no necesita.

El invitado de honor es el de siempre: el pueblo de López Obrador, los miles que nunca fallan a sus mítines. Todas las clases, todas las caras. Populismo, le llaman. Un reflejo del marcado contraste con nuestro pasado reciente.

En tarima, solo está AMLO. Su presencia basta. Abajo, a ras de suelo, sus colaboradores, funcionarios, la nueva presidenta. ¿Las mujeres? Son mayoría. Es tiempo de ellas.

Los saludos iniciales son para las amigas y los amigos. El mandatario comienza afirmando que lo mejor de México es, precisamente, el pueblo al que saluda.

López Obrador rinde cuentas durante más de dos horas bajo el sol implacable. Ni un gesto de incomodidad, ni un vaso de agua. No hay diferencia entre él, sus colaboradores y el pueblo que —tras las vallas— lo observa. El sol no distingue.

Las sillas están dispuestas para que el público soporte la extensión del discurso, pero la gente, ansiosa, espera a que los que están de pie en las primeras filas se cansen y se vayan. "¿Venir desde tan lejos para no verlo?", se justifica una veracruzana tras un empujón. La duración del evento crea nuevas oportunidades para acercarse: cada centímetro es una pequeña victoria. "¿Ya se cansaron?", pregunta el presidente desde la tarima. La negativa es unánime.

El presidente destaca con cuidado sus resultados en contraste con gobiernos anteriores —36 años del periodo neoliberal—: reforma laboral, incremento de salario mínimo, programas sociales, obras, obras, obras y mejora económica para todos. Habla de sus logros y los combina con los mantras obradoristas: por el bien de todos, primero los pobres. Durante su mandato, cada mes salen de la pobreza 100 mil mexicanos.

El discurso es frecuentemente interrumpido por sollozos, arengas, agradecimientos y cánticos. Devoción popular. La multitud completa sus frases: "Con el pueblo todo, sin el pueblo nada". "No puede haber gobierno rico con pueblo pobre". El público asiente, cómplice, sus consignas y se enciende con furia cuando mencionan a los adversarios.

"Fuera Piña", aclaman.

El presidente no deja de mirar hacia el futuro. Menciona algunas batallas pendientes y confirma el respaldo popular que las sostiene. Un amable recordatorio para su heredera. Reafirma el entusiasmo por elegir jueces y organiza una breve votación a mano alzada. Gana el sí. Cero abstenciones.

Habla de su obra más emblemática: el Tren Maya. "Dios nos presté vida para ir", dice una señora a su amiga y hacen cuentas: 600 pesos de autobús, 800 la noche de hotel. La ilusión de recorrer el país que Obrador describe.

¿Quién dirá que en este país no cambio nada? Los cambios entre 2018 y 2024 están ahí, a plena luz. Aunque algunos prefieran no verlos. Y, menos aún, comprenderlos.