Ciencia sin adjetivos

Luego de un retraso de dos años, a mediados de diciembre del año pasado el Presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados la iniciativa de reforma de ley que pretende acabar con lo que el gobierno actual llama 'la ciencia neoliberal', y que busca sustituir al Conacyt por un nuevo organismo pomposamente bautizado como el Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación. La demora refleja la falta de interés de López Obrador en el desarrollo científico del país, pero lo que realmente busca su propuesta es la implantación de un modelo centralista e ideologizado de una ciencia de Estado que restringiría la libertad de investigación, imponiendo prioridades desde el gobierno. Para lograrlo, pretende acabar con la evaluación de pares, excluir a las universidades públicas y privadas en la definición de la política científica, ejercer un control total sobre los centros públicos de investigación, y dejar al aparato científico en el abandono presupuestal, lo que inevitablemente afectará también a la docencia y a la divulgación de la ciencia.

Quien sabe que es lo que entiende el Presidente como ciencia neoliberal, si es que entiende algo del asunto, porque la historia muestra que no es fácil endilgarle adjetivos perdurables a la ciencia. Al igual que quienes lo han precedido en el cargo, López Obrador no tiene ni la más remota idea de la naturaleza de la investigación académica, ni ha comprendido la necesidad de articular una política científica transexenal que no oscile entre el desinterés gubernamental y de las ocurrencias presidenciales. Como lo ha demostrado a lo largo del sexenio, lo que realmente le interesa es el control político de las instituciones nacionales, incluyendo el aparato científico. Para lograrlo cuenta con la complicidad de Elena Álvarez-Buylla, que llegó al Conacyt precedida por una espléndida reputación científica. Lamentablemente, su gestión ha sido un fracaso estrepitoso caracterizado por una mezcla de rencores académicos, incapacidad política, incompetencia administrativa y visiones pueblerinas que han provocado conflictos severos con muchos sectores del mundo científico.

Ciencia sin adjetivos

El listado de afrentas y abusos del Conacyt actual no tiene precedentes en la historia de la ciencia mexicana. Incluye la remoción injustificada de directores de centros públicos de investigación, la designación ilegal de autoridades en el CIDE, las acusaciones sin fundamento en contra de antiguos funcionarios del Conacyt, la expropiación ilegal de cerca de un centenar de fideicomisos, la imposición de reformas extemporáneas al Sistema Nacional de Investigadores, el intento mezquino de retirar las becas de posgrado a alumnas embarazadas y, en el colmo de la desfachatez y el cinismo, la creación de una comisión ad hoc que a pesar de sus plagios designó al Dr. Alejandro Gertz Manero como Investigador Nacional Nivel III.

La iniciativa de ley del Presidente no fue elaborada por los abogados del Conacyt, cuya ineptitud y torpeza son bien conocidas. El documento, que es un mero reflejo de las obsesiones ideológicas de Elena Álvarez-Buylla, fue preparado a espaldas de la comunidad académica, y establece la creación de un sistema nacional de investigación en el que estarían integradas todas las instituciones y todas las personas que lleven a cabo alguna actividad científica. El proyecto, que busca entregar al Estado la planificación y el control de la ciencia, está basado en la ridícula confrontación entre conocimiento empírico ancestral y conocimiento científico contemporáneo, que la Dra. Álvarez Buylla ha descalificado como "racionalista, neoliberal, hegemónico y dominante". Transmutada en lo que Fernando Savater definió como una etnomaniaca, ha recurrido tercamente al nacionalismo étnico para intentar imponer los objetivos que según ella debe tener la ciencia mexicana.

Desaprovechando su autoridad académica y su poder político, Elena Álvarez-Buylla no ha sabido promover un debate crítico y propositivo sobre los riesgos y ventajas de la ingeniería genética para el campo mexicano, y se ha dedicado a exorcizar a sombrerazos ideológicos a la biotecnología, sin percatarse de la riqueza que encierra un término acuñado desde 1917. Con declaraciones edulcoradas ha apelado una y otra vez a la fantasía urbana de una hipotética sabiduría ancestral totalizante proveniente de lo que ahora se conoce como pueblos originarios, convirtiendo a disciplinas como la etnobotánica y el estudio de prácticas agrícolas tradicionales en gritos de batalla para confrontarlas con enfoques complementarios como las perspectivas moleculares de las ciencias biológicas.

Sin arredrarse ante los límites de la cursilería y siempre obsequiosa con el Presidente, Elena Álvarez-Buylla ha promovido su iniciativa al amparo del llamado "humanismo mexicano", una propuesta pueril que parece arrancada de una novela de Jorge Ibargüengoitia. Sin embargo, ha hecho caso omiso del contexto internacional en el que está insertado el sistema científico mexicano. En 1963 Derek de Solla Price escribió un pequeño libro al que tituló Little science, big science, en donde no solo afirmó que llegaría el momento en que veríamos dos científicos por cada hombre, cada mujer, cada niño y cada perro, sino que también atestiguaríamos el surgimiento de proyectos transnacionales de grandes proporciones. Como lo muestran el telescopio espacial Webb, los proyectos de secuenciación de genomas, el gran colisionador de hadrones de Ginebra y muchos más, ese momento ya llegó. A nivel internacional ello ha acentuado problemas como la imposición de modas científicas definidas por unos pocos polos de poder académico, un desdén creciente hacia la investigación en ciencias sociales y las humanidades, la reducción de la inversión pública en universidades públicas, la implantación de modelos gerenciales de organización del trabajo académico, y una precariedad laboral creciente que afecta sobre todo a mujeres, minorías étnicas y jóvenes, que en los últimos meses se ha reflejado en movimientos como la huelga de estudiantes de posgrado y posdoctorantes en la Universidad de California. Algunos de estos conflictos también se dejan sentir en nuestro país, como lo muestra el desamparo institucional de un número creciente de científicos jóvenes y de mediana edad cuya única alternativa profesional ha quedado reducida a la impartición de unas pocas horas de clases.

Ninguno de estos problemas está contemplado en la iniciativa de ley del Presidente López Obrador, que pretende entregar al Estado el control absoluto de la actividad científica. Para lograrlo, el proyecto busca imponer una Junta de Gobierno donde se suprime la participación, entre otros, de la ANUIES y de representantes de los investigadores, lo que implica el desmantelamiento de la evaluación de pares y pone en riesgo la libertad académica. Mientras que la ley vigente establece que el gasto nacional en materia de investigación científica y desarrollo tecnológico debe incrementarse anualmente hasta alcanzar valores recomendados por organismos internacionales, la iniciativa de López Obrador guarda un silencio ominoso sobre el financiamiento que se deberá asignar al aparato científico. Es decir, se elimina el compromiso presupuestal del Estado mexicano con el desarrollo científico del país y con la formación de nuevos investigadores.

A pesar de los errores políticos que ha cometido, Elena Álvarez-Buylla seguirá al frente del Conacyt, no porque sea una figura política de importancia, sino porque encarna a una más de las demostraciones obstinadas de la autoridad presidencial. Aunque mantiene el poder, sus acciones la hicieron perder con rapidez toda autoridad moral. Muchos recuerdan la humillación pública que sufrió en cadena nacional cuando acudió a Palacio Nacional creyendo que iba a ser nombrada Secretaria de Educación, y lo único que recibió a cambio fue un abrazo presidencial. Está promoviendo la iniciativa de López Obrador desde una postura de enorme debilidad política, porque para nadie es un secreto el desdén y la desconfianza que despiertan sus errores entre algunos de los miembros más influyentes del partido de López Obrador.

Sin embargo, no nos podemos confiar. El reconocimiento del papel rector que el Estado debe jugar en la política científica y el desarrollo tecnológico no significa la aceptación del modelo centralista y autoritario que se pretende imponer con la iniciativa presidencial. Los excesos y aires despóticos que pueden dañar irremediablemente el futuro de la investigación científica nacional están frente a nosotros, y ni podemos permitir que su análisis crítico quede sustituido por la zalamería y ni podemos eludir nuestro compromiso refugiándonos en la indiferencia política.

* Miembro de El Colegio Nacional. Facultad de Ciencias, UNAM.