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AMLO y la migración, la ecuación imposible
El Gobierno de López Obrador no tiene ni la vocación ni los medios para detener a las caravanas de haitianos y centroamericanos que, tras algunos roces y escaramuzas, se escapan de las fuerzas de seguridad
Hacer lo correcto es admirable. Pero en muchas ocasiones hacer lo correcto tiene consecuencias inesperadas, algunas terribles. Andrés Manuel López Obrador y Joe Biden lo están descubriendo de la peor manera con el tema migratorio. Lo primero que hizo Biden al entrar a la Casa Blanca fue anunciar el fin de las infames políticas de Donald Trump en contra del ingreso de ilegales a Estados Unidos. En realidad no desaparecieron del todo por las muchas resistencias incrustadas en el Congreso y en la Administración local y federal, pero la sola denuncia se extendió como una nueva buena entre multitud de latinos que habían puesto en pausa su deseo de intentar un salto al sueño americano. Centenas de miles se pusieron en movimiento. Ahora Biden no sabe que hacer frente a las oleadas que se agolpan a sus puertas. Y peor aún, no puede impedir ser vapuleado por los fáciles ataques de sus rivales que han abierto un boquete en sus niveles de aprobación. Muchos analistas asumen que el tema migratorio puede ser el escándalo que pavimente el camino de regreso de Trump a la Casa Blanca.
En otro sentido, algo similar sucede con AMLO. Él también hizo lo correcto cuando definió el tema migratorio en términos humanitarios, desde el momento mismo en que llegó a Palacio Nacional. Nadie deja su hogar y a lo suyos para arrastrar penalidades extremas por gusto, sino por desesperación, ha dicho una y otra vez. Insistió en que el problema tenía que ser abordado a partir de sus verdaderas causas, la pobreza y la injusticia social. Por consiguiente, había que atenderlas allá donde el problema se origina. Esta misma semana hizo público el enésimo llamado a Estados Unidos, en este caso una carta personal al presidente Biden, reiterando la invitación a que los dos países derramen recursos en Centroamérica destinados a generar los empleos y la prosperidad que permita a las personas quedarse en su país.
Pero que esta posición sea moralmente correcta, no necesariamente la hace compatible con la realidad inmediata. Tan es así, que el presidente mexicano se ha visto obligado a actuar en sentido contrario: hacer lo necesario para dar la impresión de que el Gobierno está dispuesto a impedir, por las buenas o por las malas, que tantas personas desesperadas lleguen a Estados Unidos. Un papel ostensiblemente incómodo para quien ha venido exigiendo solidaridad y compasión frente a los más necesitados del continente.
El Gobierno no tiene ni la vocación ni los medios para detener a las caravanas de haitianos y centroamericanos que, tras algunos roces y escaramuzas, se escapan de las fuerzas de seguridad. El resultado es que la imagen del Gobierno resulta dañada por los dos lados. Ni puede ni quiere reprimir, pero los casos aislados de abusos, algunos de ellos terribles, por más que sean castigados, terminan en fotos y videos de las noticias. Y, al mismo tiempo, al no tener ni los recursos ni la intención de imponer mano dura (por fortuna), resulta un fracaso la tarea que se ha echado a cuestas: impedir el paso de ilegales. Todos los intentos de disuadir, tramitar o incluso de retener en suelo mexicano a estas caravanas han resultado fallidos. No reprime, pero carga con la reputación de represor por los aislados casos de escándalo que se difunden; hace como que intenta detener, pero no consigue convencer a nadie.
¿Cómo llegamos a esto? Simple y sencillamente por la secuencia de decisiones que obligan a optar por un mal menor. Habría que recordar que Donald Trump en dos ocasiones impuso un ultimátum a nuestro país, molesto por la porosidad del territorio mexicano al paso de los migrantes. Antes de la epidemia del coronavirus, los centroamericanos ya habían superado a los mexicanos en materia de números de ilegales detenidos en la frontera. En la primera ocasión, Trump amenazó con imponer tarifas arancelarias a los productos mexicanos; en la segunda decidió aumentar la comisión que se cobra por las remesas, con el propósito de financiar la construcción del muro. Cualquiera de las dos medidas habría sido desastrosa para México, particularmente en el contexto de la crisis económica provocada por la pandemia. El 85% de las exportaciones se dirigen a Estados Unidos y, por otro lado, las remesas representan un imprescindible tanque de oxígeno para millones de familias empobrecidas. Ambas amenazas fueron conjuradas en el último momento, gracias al compromiso del Gobierno mexicano de actuar más diligentemente en el control del flujo de ilegales. Incluso se fijaron metas cuantitativas a cumplir para evitar las represalias, aun cuando no se usara ese término.
No es un trato digno, desde luego. Ciertamente no vivimos en un mundo justo, ojalá lo fuera. Las relaciones con Estados Unidos nunca han sido entre iguales. Como vecinos de un gigante hemos tratado de maximizar las ventajas de la cercanía y minimizar las muchas desventajas de vivir al lado. El Tratado de Libre Comercio y su enorme impacto económico para México es un ejemplo de las primeras; las presiones para contener ilegales propios y ajenos es un ejemplo de las segundas. Es lo que es.
¿Qué ha hecho el Gobierno mexicano al respecto? Primero, ceder-negociar para salvar la crisis puntual cada vez que esta se ha presentado. Y segundo, bregar con el compromiso asumido, aunque haciéndolo con más aspavientos que empeño. México movilizó tropas, correteó ilegales, ofreció incentivos y de alguna manera cumplió las cuotas que exigía Trump. Pero esa puesta en escena ya no alcanza para detener las oleadas que generaron las secuelas de la crisis y el cambio de señales enviado por Biden. El esquema se está haciendo trizas. De allí la insistencia de AMLO para regresar a su plan inicial de atacar las verdaderas causas de la migración. Algo a lo que Biden no se niega, pero responde con el escaso entusiasmo de saber que eso no resuelve el efecto inmediato y, por consiguiente, no lo salva del descalabro político.
Lo que sigue es incierto. Tener un vecino gigante opera en los dos sentidos. Peligroso que te necesite para algo (en este caso contener a otros vecinos) e igualmente peligroso que deje de necesitarte, porque eso significa que te quedas sin la principal carta de negociación. Biden necesita de México para aliviar la presión de los ilegales; pero cabe la posibilidad de que de un golpe de timón y endurezca sus posiciones frente a la migración y deje de necesitarnos o lo haga en menor medida. A saber qué resulta peor para los mexicanos.
@jorgezepedap