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Adiós a los órganos autónomos: ¿El fin de la democracia?

A treinta años de incluir el primer órgano constitucional autónomo (OCA) en nuestra Carta Magna, los llevaremos a juicio para determinar su supervivencia. La mirada sospechosa del presidente Andrés Manuel López Obrador se cierne sobre ellos. El próximo 5 de febrero —aniversario de la Constitución—, el Ejecutivo presentará un conjunto de reformas que, a modo de condena, enviará a algunos a la horca. ¿Su propósito? Redefinir al Estado según su propia concepción.

No todos los órganos que pretende desaparecer el presidente en su sombrero son OCAs. Para entender, hay que separar. En términos simples, la Administración pública se divide en cuatro categorías: órganos centralizados, desconcentrados, descentralizados y autónomos. Los centralizados, como las Secretarías de Estado (e.g. SHCP), están bajo la autoridad central del Gobierno y supervisan a los desconcentrados, como el SAT, que realiza funciones en su nombre. Los descentralizados, aunque tienen cierta independencia, conservan vínculos con la autoridad central y se encargan de áreas estratégicas (e.g. Conapred). Por último, los OCAs, creados mediante reforma constitucional, no están subordinados a autoridad alguna y establecen sus propias reglas.

Adiós a los órganos autónomos: ¿El fin de la democracia?

Tiemblan tres OCAs y un centralizado: el Instituto de Transparencia (INAI), la Comisión de Competencia Económica (Cofece), el Instituto de Telecomunicaciones (IFT) y la Comisión Reguladora de Energía (CRE). Algunos abuchean, pronosticando el fin de la democracia. Como explicaré, la cosa es algo más compleja.

Desde hace tiempo, el poder de la Unión no es uno y trino. El modelo convencional de división de poderes entre el Ejecutivo, Legislativo y Judicial llegó a su fin durante la época de Zedillo. Fue entonces cuando, tomando como ejemplo la naturaleza de los bancos centrales —entidades que regulan la política monetaria sin presiones políticas—, el Estado mexicano engendró nuevas autoridades. Su objetivo era asegurar la imparcialidad en el ejercicio de ciertas funciones, eliminando cualquier injerencia gubernamental o partidista.

En una época en la que el PRI manipulaba las elecciones sin ruborizarse, en un intento por recuperar cierta legitimidad y garantizar procesos electorales transparentes, el Gobierno zedillista soltó las riendas de la Comisión Federal Electoral —entonces a cargo de la Secretaría de Gobernación— y creó el IFE. Era 1990. Un proceso similar condujo a la creación de una comisión desvinculada del poder ejecutivo capaz de denunciar violaciones a los derechos humanos sin temor a represalias políticas: la CNDH.

Flores y fanfarrias. No sobran los elogios para reconocer las contribuciones que el Banco de México, el INE y la CNDH han aportado a nuestra democracia.

Esta transformación de la estructura estatal cambió realidades y visiones. La democracia tradicional, centrada exclusivamente en la voluntad popular, evolucionó hacia una perspectiva más amplia que incorporaba nuevos pesos y contrapesos para restringir el poder político. Límites y controles para un poder Ejecutivo exacerbado al que habíamos arrebatado toda confianza.

El éxito de los OCAs, en contraste con el fracaso de otras funciones estatales, nos atrapó en la trampa de la generalización. La desconfianza nos llevó a creer que podríamos resolver cualquier disfunción pública con autonomía. La fetichizamos y optamos por enajenar las responsabilidades estatales. A cambio nos ofrecieron fomentar la competencia económica (2013), monitorear el sector telecomunicaciones (2013), evaluar la educación (2013), garantizar la transparencia (2014), evaluar las políticas de desarrollo social (2014) y perseguir delitos (2018).

La creación de los OCAs surgió como respuesta a exigencias funcionales y a contextos históricos puntuales. En algunos casos, la pulverización del poder estatal fue una respuesta legítima para asegurar independencia, mientras que en otros simplemente fragmentó al Estado para crear una burocracia especializada. Esto último despierta sospechas en el presidente de México. Tampoco pasa por alto que la mayoría de las autonomías surgieron como resultado del Pacto por México, un acuerdo cupular entre el PAN, el PRI y el PRD ante la inminente transición política que se avecinaba. ¿Espacios técnicos especializados? ¿Refugios ante una eventual retirada? ¿Enclaves que garantizan la continuidad del modelo?

Los OCAs, por su autonomía y libertad, han funcionado como guarida de héroes caídos y bastiones de ideas vetustas. En ese sentido, se argumenta, por ejemplo, que la autoridad de competencia económica, su personal y directrices, defienden cierta visión de Estado que promueve el libre mercado y busca reducir la intervención estatal en la economía. Otro ejemplo es Georgina Kessel, quien se desempeñó como secretaria de Energía durante el Gobierno de Calderón, luego fue presidenta de la CRE y, finalmente, contratada por Iberdrola. Un salto cuántico de lo público a lo privado.

En democracia, el pueblo es soberano y decide. Esa es la visión del presidente López Obrador. Según esta perspectiva, resulta extraño —por decir lo menos— que un grupo de tecnócratas no electos popularmente tengan en sus manos funciones estatales relevantes y facultades propias de otros poderes. El presidente levanta la ceja ante la idea de dotarlos de legitimidad por su sola —y aparente— experiencia y honorabilidad. Los observa con suspicacia como un gobierno reputacional paralelo. Un costoso modelo costumbrista.

La narrativa que explica la pertinencia de cada OCA en función de los derechos que protege, tampoco parece convencerlo. ¿De verdad necesitamos un órgano autónomo para proteger el agua, la vivienda o la educación? Junto a cualquiera de nosotros, mueve la cabeza en desacuerdo.

Según ha informado López Obrador, no irá tras órganos cuya autonomía ha sido probada útil para fortalecer los cimientos democráticos: el INE, el Inegi, la CNDH o el Banco de México. ¿El resto? Para él, un franco exceso. La autonomía, como anomalía, no puede ser la regla general.