‘El Chato’ Rivera. Biografía de la ambición: El cardenal se despide impune
Con motivo de la renuncia del cardenal Norberto Rivera a la Arquidiócesis de México, en los próximos días se pondrá en circulación el libro ‘‘Norberto Rivera, el pastor del poder’’, una compilación de textos coordinada por el especialista Bernardo Barranco y editada por Grijalbo. A continuación se publica un extracto de la colaboración del reportero de Proceso Rodrigo Vera, titulada “El Chato”. Ahí se relatan los años de formación sacerdotal del cardenal Rivera, así como su paso por el obispado de Tehuacán, un periodo poco explorado de su vida, pero crucial para comprender el desempeño que tuvo después al frente de la arquidiócesis de México.
Por Rodrigo Vera
Especial / El Mañana
A principios de los años sesenta monseñor Antonio López Aviña, entonces arzobispo de Durango, le aconsejaba a su joven protegido, Norberto Rivera Carrera, que para ejercer el poder se requiere guardar en la memoria todos los rostros y llamar a la gente por su nombre, y además, que las deferencias —sobre todo con los superiores— son muy redituables para conseguir o sostenerse en cualquier cargo eclesiástico.
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A López Aviña —de línea conservadora y raigambre cristera— le había funcionado muy bien esta postura cortesana para escalar posiciones y conseguir el arzobispado de Durango, donde logró mantenerse por más de treinta años y desde el cual conquistó fuerte influencia sobre gobernadores, empresarios y políticos locales.
En aquel tiempo el joven Norberto acababa de egresar del seminario de la ciudad de Durango, donde sus compañeros de clase lo motejaban como El Chato por su cara aplanada, adusta y de labios gruesos, como las de aquellas colosales cabezas olmecas esculpidas en roca. Lauro Macías, expresidente de la Federación Latinoamericana de Sacerdotes Católicos Casados y quien coincidió con él en el seminario, recuerda:
“Le decíamos El Chato en el seminario. Iba un año adelante que yo; no era ningún estudiante brillante. Varios sacerdotes de su generación sostienen que el arzobispo López Aviña se fijó en él por su docilidad y su incapacidad para pensar por sí mismo. Aquella era una Iglesia carrerista, obsesionada con apoyar a las personas más serviles para que hicieran carrera en el sentido tradicional del término. El Chato daba ese perfil”.
Norberto era vástago de una devota familia campesina de la comunidad de La Purísima, en la empobrecida zona duranguense de Tepehuanes. Su padre, don Ramón Rivera, había tenido que emigrar de bracero a Estados Unidos para sacarlos adelante a él, a su hermano y a sus dos hermanas. Por fortuna para la familia, Norberto —quien de niño fue monaguillo— muy pronto se acogió a la sombra de la Iglesia, que le dio estudio, sustento, techo y un trabajo seguro de por vida.
Gracias al apoyo del arzobispo López Aviña, tan pronto salió del seminario Norberto logró viajar a Roma en septiembre de 1962 para estudiar Teología Dogmática en la prestigiada Universidad Gregoriana. Arrancaba entonces el Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII y que introdujo una gran renovación en el quehacer de la Iglesia católica.
En medio de esta efervescencia eclesiástica arribó el estudiante Norberto con techo y sustento asegurados en el Colegio Pío Latinoamericano. Ahí vivió durante cuatro años.
Después de titularse, en 1966 Rivera Carrera regresó a México y se le destinó como párroco en Río Grande, Zacatecas, perteneciente a la Arquidiócesis de Durango; poco tiempo estuvo ahí, el suficiente para foguearse como sacerdote. Su protector, López Aviña, lo regresó a la ciudad de Durango en 1968 para colocarlo como asesor del Movimiento de Jornadas de Vida Cristiana: este movimiento de corte conservador se encargaba de adoctrinar en la fe a jóvenes provenientes de familias pudientes, principalmente estudiantes de colegios privados católicos, como el Americano, el Teresa de Ávila o el Sor Juana.
De la década de los setenta hasta mediados de los ochenta, Rivera Carrera se desempeñó, entre otras cosas, como cura de la catedral de Durango, profesor del seminario y presidente del consejo presbiteral, siempre bajo la tutela del arzobispo, quien era muy dado a oficiar misas exclusivas para la clase pudiente, de la que recolectaba jugosos donativos.
Lauro Macías, para entonces ya también sacerdote y padre espiritual del seminario, indica que en esos años a Norberto “no le veía ningún celo pastoral, interés en obras sociales o preocupación por los marginados.”
TEHUACÁN: LOS PRIMEROS GOLPES
Las gestiones de López Aviña a favor de su protegido dieron frutos el 30 de octubre de 1985. Ese día el entonces delegado apostólico en México, Girolamo Prigione, le avisó a Norberto que el Papa Juan Pablo II lo había nombrado obispo de Tehuacán, una pequeña diócesis poblana con apenas 400 mil católicos, 77 sacerdotes y 41 parroquias, aunque ahí estaba asentado el influyente Seminario Regional del Sureste (Seresure), donde en ese tiempo se formaba en la corriente eclesiástica de la Teología de la Liberación a sacerdotes de distintas diócesis del sureste, como la de San Cristóbal de las Casas, Oaxaca, Tehuantepec, y la misma diócesis de Tehuacán.
El Sol de Durango publicó en primera plana una foto del nuevo obispo de 43 años, al lado de López Aviña.
Ya con probada fidelidad en las filas del conservadurismo, a partir de ese momento Rivera Carrera pasó a formar parte del pequeño grupo de obispos incondicionales de Prigione, quien poco antes había realizado una visita de inspección al Seresure y pudo comprobar, escandalizado, que ahí la formación de los seminaristas se inclinaba marcadamente a favor de la llamada opción preferencial por los pobres, alejada de la rígida ortodoxia de Juan Pablo II.
Para cobrarle su nombramiento como obispo, Prigione puso a prueba a Norberto al encargarle una importante misión que sólo una mano dura podía realizar: desbaratar la línea pastoral impartida en el Seresure.
No era tarea fácil. En el seminario intervenían colegiadamente algunos experimentados obispos de esa región que incluso gozaban de prestigio internacional como abanderados de la Teología de Liberación: Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal de las Casas; Bartolomé Carrasco, de Oaxaca, o Arturo Lona, de Tehuantepec.
Al seminario también se le achacaba impartir una educación marxista, haber relajado la disciplina e introducir valores culturales de las zonas indígenas de donde provenían los mismos seminaristas.
Gracias a las maniobras de Prigione, Rivera obtuvo finalmente el respaldo de la curia romana: en 1987 recibió un oficio, basado en el decreto Optatam totius —sobre la formación sacerdotal—, donde el Vaticano le ordenaba disolver la dirección del seminario por impartir una “formación doctrinal confusa.”
Poco a poco Norberto fue quitando a los maestros indeseables pero no sin reacciones de protesta, ya que los curas de la institución solían reunirse en la Sierra Negra para determinar sus acciones a seguir. En una de estas reuniones, realizada en el templo de Santa Ana Coapan durante la Pascua de 1989, irrumpió el obispo Norberto y les reclamó por oponerse a sus medidas.
Ante tanto hostigamiento, atizado por Prigione y la curia romana, el rector del seminario, Jesús Mendoza, decidió renunciar; Norberto mismo ocupó su puesto. La protesta final de alumnos y maestros fue una jornada de oración en la catedral de Tehuacán. Después el Seresure se fue vaciando, los seminaristas regresaron a sus comunidades. Norberto logró desbaratar el principal semillero con que contaba en México la corriente de la Teología de la Liberación.
RUDO COMPETIDOR
Norberto había sustituido como obispo de Tehuacán a Rafael Ayala, quien estuvo al frente de esa diócesis durante 23 años y tejió fuertes alianzas con Socorro Romero, Socorrito, una acaudalada dama piadosa dueña del Grupo Romero.
Gracias al fuerte apoyo económico de Socorrito, el obispo Ayala creó en la diócesis de Tehuacán todo un “esquema de instituciones, organismos, movimientos y sistemas de motivación cristiana”, señala el libro Excelentísimo don Rafael Ayala Ayala, primer obispo de Tehuacán, escrito por el religioso ecuatoriano Gonzalo Hallo del Salto, a quien el obispo Ayala le había encomendado encargarse de los asuntos relacionados con el Grupo Romero.
Al llegar Norberto Rivera a Tehuacán y reparar en los cuantiosos recursos que manejaban el Grupo Romero y la diócesis, le ordenó a Hallo del Salto que sacara las manos de la administración pero éste se negó, según contó a la revista Proceso Alejandro Gallardo Arroyo, confidente del religioso ecuatoriano y analista político local.
Sorpresivamente, el domingo 19 de junio de 1994 dos patrullas con agentes judiciales interceptaron al sacerdote en las inmediaciones de Chapulco, lo encapucharon y lo trasladaron a San Martín Texmelucan: ahí tomaron un helicóptero que lo trasladó a las oficinas de Migración en la Ciudad de México.
Tras su declaración, Hallo fue enviado a Ecuador en un vuelo comercial.
La Secretaría de Gobernación emitió un comunicado en el que señalaba que el ecuatoriano, aparte de estar ilegalmente en México, encabezaba “una organización civil armada que ayudó a que cientos de personas se armaran con escopetas, rifles calibre .22 y pistolas, en las comunidades de Azumbilla, San Pedro Chapulco, Francisco I. Madero y Nicolás Bravo, del propio estado de Puebla”.
Gobernación jamás presentó prueba alguna de que el sacerdote fuera guerrillero o estuviera relacionado con grupos armados; nunca fue creíble tan disparatada versión, ni tampoco el que después de tantos años de vivir en México las autoridades hayan reparado en la irregular situación migratoria del párroco. La feligresía de inmediato achacó a Rivera Carrera su violenta e inesperada expulsión del país: tan pronto se le deportó, las poblaciones de Chapulco y Azumbilla fueron prácticamente tomadas por la gente, que exigía el retorno de su párroco.
Retorna a las tinieblas, intacto
Por Rodrigo Vera
El pasado martes, el cardenal Norberto Rivera cumplió 75 años, por lo que debe presentar su renuncia al cargo de arzobispo primado de México, luego de haberlo ejercido 22 años, tiempo durante el cual se caracterizó por tejer relaciones con el poder, hacer negocios con el culto guadalupano y protagonizar escándalos como protector de curas pederastas, relegando a un segundo plano sus actividades pastorales en la principal arquidiócesis del país
Mientras tanto ya empiezan a barajarse los nombres de sus posibles sucesores, entre quienes va a la cabeza el cardenal Carlos Aguiar Retes, arzobispo de Tlalnepantla, muy cercano al presidente Enrique Peña Nieto y señalado como el principal operador eclesiástico del candidato priista Alfredo del Mazo en las elecciones para gobernador del Estado de México.
Otros aspirantes con posibilidades son Jorge Carlos Patrón Wong, cercano al Papa Francisco y actual secretario para los seminarios de la Congregación para el Clero; Ramón Castro, obispo de Cuernavaca que impulsa una pastoral social comprometida; y Víctor Sánchez Espinoza, el conservador arzobispo de Puebla, considerado delfín de Rivera Carrera.
Pero cualquiera que supla a Rivera encontrará, a decir del investigador Rodolfo Soriano, una descuidada arquidiócesis cuya “descatolización avanza a un ritmo más acelerado que en el resto del país” y donde las parroquias “son pocas para atender a los fieles y además no se han adecuado a las nuevas realidades”.
Soriano explica: “En todos estos años, el cardenal Rivera ha estado más interesado en tejer relaciones con políticos y empresarios, y en aparecer en las páginas de sociales, que en apoyar realmente a la gente necesitada. Esa es la arquidiócesis que le deja a su sucesor”.
Negocio guadalupano
Tan pronto fue nombrado arzobispo primado, en junio de 1995, Rivera Carrera se dio a la tarea de obtener el control de la principal fuente de ingresos del arzobispado, la Basílica de Guadalupe. Pero necesitaba primero desplazar al poderoso abad del santuario, Guillermo Schulenburg, quien tenía nombramiento vitalicio y guardaba cierta independencia de la arquidiócesis.
Rivera Carrera detectó muy pronto el punto débil de Schulenburg: no creía en las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Por este hecho, en mayo de 1996 atizó un movimiento de linchamiento contra el abad, valiéndose de las organizaciones de laicos católicos.
En la Ciudad de México hubo protestas de católicos exigiendo la expulsión del abad, pues les resultaba inconcebible que el mismo encargado del santuario no creyera en el llamado “Milagro de las Rosas”. Las manifestaciones se extendieron incluso a otras plazas, como Ciudad Juárez, donde grupos de jóvenes repartían volantes en los templos con las leyendas “Abad traidor” o “¡Viva Juan Diego!”
Enrique Dussel, historiador de la Iglesia, advertía entonces que se trataba de una encarnizada disputa interna por las riquezas del santuario, disfrazada de guadalupanismo: “La virgen de Guadalupe está siendo utilizada en esta sorda lucha por el poder. Estos grupos internos de la jerarquía la tironean de un lado para otro con objeto de obtener ventajas económicas. Es una pugna inútil para el pueblo de México. Ambos grupos no tienen ningún compromiso con las verdaderas realidades de nuestro país. Da lo mismo que gane uno u otro” (Proceso 1022).