A lo que más se parece el ensayo América hispánica, de Borja Cardelús , es a un documental de la BBC o, por lo menos, lo que el común cree que son los cuidados reportajes de la televisión británica: serios, exactos, repletos de datos y asépticos. Cardelús, cual David Attenborough hispano, repasa en su ensayo-enciclopedia de casi 900 páginas el descubrimiento, la colonización y el mantenimiento durante tres siglos de un imperio de 20 millones de kilómetros cuadrados. Y analiza, sobre todo, el poso cultural que el dominio español dejó en unos territorios 40 veces más extensos que la península Ibérica. ¿Su conclusión?: no es que España impusiese en el Nuevo Mundo su modo de sentir la vida, sino que se fundió con él y creó uno diferente, algo que el resto de países europeos ni intentó por simple codicia.
Cardelús no se queja cuando describe los errores y los aciertos de una empresa política muy distinta a la que emprendieron otras naciones: un modus operandi incomprendido muchas veces y que ha devenido, incluso, en el derribo de estatuas de los primeros europeos que alcanzaron América y que fueron conscientes de ello.
La idea, acertada o no, que sobrevuela la obra del ensayista es que de las posibles naciones descubridoras de América, la mejor fue la española, nación o imperio que no trató las nuevas tierras como factorías de las que extraer un enorme beneficio económico (Reino Unido), territorios que permutar por otros en Europa (Francia), minas y parajes naturales que explotar hasta su agotamiento (Rusia), esclavitud generalizada (Portugal), sino como parte de una misma España en expansión.
Como en los buenos documentales, Cardelús inicia su obra lanzando preguntas e hipótesis al aire y ofreciendo al tiempo diversas respuestas posibles para que el lector se adentre en las páginas del libro buscando la que crea acertada. Rememora a Erik el Rojo, que en el 986 descubrió Groenlandia, también los asentamientos vikingos en el siglo IX en Vinland, Helluland y Marklanda, en la costa este de los actuales Estados Unidos y Canadá. Y hasta a un enigmático marino andaluz, llamado Alonso Sánchez, que arrastrado por las corrientes desembarcó en América años antes que Colón.
Y a partir de haber creado el desconcierto en el lector, Cardalús comienza a ofrecer respuestas frías, alejadas de la Leyenda rosa del descubrimiento. Que en los territorios hispanos apenas hubo africanos ?con la excepción de Cuba, donde parte de su población encontró refugio huyendo de las plantaciones inglesas? es un hecho. Que el porcentaje de habitantes de origen indio en el continente americano es infinitamente superior al que sobrevivió en terrenos británicos, portugueses o franceses, también. Que los españoles creaban misiones donde los indios vivían, aprendían a cultivar y se les imponía la fe cristiana, frente a las reservas indias o directamente la extinción en territorio norteamericano, lo mismo. Que las poblaciones del imperio hispano dispusieron de decenas de hospitales y universidades ?donde podían estudiar los indígenas? muchos siglos antes que en los territorios británicos, resulta indiscutible. Y que España se fundió racialmente con los pobladores primigenios es fácilmente comprobable al recorrer las calles de cualquier ciudad hispana.
“Sancionado legalmente el matrimonio mixto, el mestizaje tomó de inmediato carta de naturaleza en América”, escribe el autor, “y de las uniones legales de españoles con indias nacieron mestizos ilustres. Así, Garcilaso de la Vega, el Inca Garcilaso, descendiente de la familia imperial inca, que llegó a ser en España capitán de los ejércitos en los Tercios de Flandes, era un producto mestizo que emparentó con la mejor nobleza española”. Y recuerda también nombres como Martín Cortés, hijo de Hernán y doña Marina; Diego de Almagro el Mozo, gobernador de Perú; Juana de Zárate, adelantada del Río de la Plata y marquesa de Paraguay; José Sarmiento, conde de Moctezuma y virrey de México…
Luego Cardelús describe minuciosamente a conquistadores, descubridores, clérigos y políticos, además de los territorios que administraron, ganaron o perdieron, incluyendo Alaska, que un destacamento de militares catalanes tomó en nombre del rey en 1790 para evitar un posible asentamiento ruso. Y entonces vuelve a preguntarse y “¿si España no hubiera descubierto América? ¡Ah, si nadie nos hubiera conquistado! ¡Ah, si nos hubiera colonizado Inglaterra! Son preguntas harto frecuentes entre los criollos hispanos y los indigenistas, esos que están derribando las estatuas de Colón”.
“Pudo ser China”, continúa, “porque la exploradora Flota del Tesoro del almirante Zeng He estaba a punto de descubrir América, cuando recibió la orden de regresar porque había cambiado la dinastía reinante. En este caso, América sería una simple prolongación de la China comunista. Más posible hubiera sido Portugal el país colonizador, pero ahí está el ejemplo de Brasil para saber lo que hubiera ocurrido, que los bandeirantes portugueses robaban indios en las misiones españolas para esclavizarlos en sus plantaciones de azúcar. Pero no siendo suficiente estos brazos, importaron masivamente esclavos”.
Luisiana es un claro ejemplo de cómo Francia trataba estos territorios. “No dejó de suministrar a los indios ron a destajo y armas contra los españoles, y en el Caribe dejaron tras ellos Haití, un país paupérrimo, con una población enteramente negra descendiente de esclavos”. Holanda, para el autor, fue un caso extremo de codicia calvinista, “que no vio en América otra cosa que un botín, que colonizó su porción americana con el sistema de Compañías de Indias para su explotación, y aplicó en Antillas la práctica del monocultivo, lo más perverso inventado por el hombre para la tierra y para el ser humano. Su depredador paso por América no dejó otro rastro que beneficios en Holanda, y en América campos yermos y negros esclavizados”.
Y queda, por supuesto Inglaterra. “Sus colonos no buscaron en América otra cosa distinta que los recursos naturales, la tierra sobre todo, a despecho de sus propietarios anteriores, los indios americanos. No contaron con ellos ni como dueños de la tierra, ni como mano de obra, ni como parejas sexuales. Ocuparon la tierra y extendieron el sistema de monocultivo que consistía en desbrozar campos y condenarlos a un solo cultivo”.
“¿Y los indios?”, se pregunta. “¿Qué fue de los indios bajo los ingleses? Cuando las tribus protestaron, fueron exterminados. Cuando España e Inglaterra desembarcaron en lo que hoy es Estados Unidos, vivían un millón de indígenas. Cuando se fueron y se creó el país, quedaban 500.000, prácticamente todos en las aéreas españolas y casi ninguno en las inglesas”.
Y concluye. “España no extendió la esclavitud como lo prueba que los antiguos virreinatos españoles no sean naciones negras; que con las Leyes de Indias protegieran a los indios, su libertad, su trabajo retribuido y sus tierras, hasta el punto de que hoy en América viven más indios que a la llegada de España, que se mezcló con ellos hasta hacer de América un continente mestizo, que extendió el cristianismo y la lengua, y que llevó, además de alimentos, aperos y ganados europeos, la cultura occidental, sembrándola de hospitales, templos catedrales, colegios, universidades, ciudades, pueblos y misiones”. Aunque el autor no oculta que fue a sangre y fuego. Como todos los imperios.