Dos simpáticas vendedoras de patatas fritas, jóvenes que bailan para celebrar una vida sin la barbarie nazi, los viajeros en el metro, niños que curiosean, juegan o se aburren en un museo… la vida cotidiana de Francia, sobre todo de París, tras la Segunda Guerra Mundial fue el escenario en el que se movió el fotógrafo y paseante parisino Willy Ronis en sus textos e imágenes, estas de un poético blanco y negro, que conforman el libro Aquel día, de 2006. Ahora se publica por primera vez en España por Periférica y Errata Naturae. Ronis (1910-2009) fue miembro del grupo de fotógrafos humanistas, junto a Henri Cartier-Bresson, Brassaï, Robert Doisneau e Izis, una escuela que él definió como “la mirada del fotógrafo que ama al ser humano”. Fueron los cinco que reunió el MoMA en una gran exposición en 1953. Cuando la fotografía cambió el paso, en los sesenta, y abogó por un estilo impactante, Ronis se refugió en hacer imágenes para publicidad, moda y en sus clases. Para ver en España una exposición suya hubo que esperar hasta el año 2000, en Pamplona.
Sin embargo, el Ronis niño iba para músico, por su madre pianista, pero su padre, refugiado ucranio judío, que le regaló una cámara con 15 años, tenía un estudio fotográfico. Cuando su progenitor enfermó, Ronis se tuvo que hacer cargo del negocio familiar y empezó a tomar imágenes que vendió a publicaciones importantes, para empezar Regards, vinculada al Partido Comunista Francés; en su trayectoria algunas se transformarían en iconos, reproducidas en infinidad de ocasiones en pósteres, postales… Alguna otra ha tenido un reciente protagonismo inesperado: en abril de 2018 la pacatería de Facebook censuró Desnudo con punto a rayas, en la que se ven los pechos de una mujer y que formaba parte de una exposición en el Museo Patio Herreriano de Valladolid.
Una de las más célebres es El pequeño parisino, de 1952, en la que un niño corre alegre con una baguette bajo el brazo que parece más larga que él. Ronis explica en el libro que, en contra de lo que en él era habitual, preparó una mínima “puesta en escena”. Vio en una panadería de su barrio a ese niño haciendo cola con su abuela, a la que pidió permiso para fotografiarle. Ronis hizo correr al pequeño en tres ocasiones, hasta dar con la instantánea adecuada. Lo habitual era que este fotógrafo, uno de los primeros de su país que trabajó para Life, esperase a lo que, en la línea de Cartier-Bresson, llamó “el momento preciso”, esa fracción de segundo mágica que esperaba con paciencia. Así sucedió con la foto Los enamorados del Pont des Arts, en la que captó el instante en que un hombre y una mujer se besan en una barca atracada en el Sena. Un viejo coche negro junto a la embarcación y uno de los arcos del puente de fondo componen una estampa bella, con el aire melancólico que impregnó muchas de sus tomas.
Ronis suele comenzar sus textos, que acompañan a las 53 imágenes del fotolibro, con las dos palabras del título, “Aquel día”. Son pequeños relatos con la misma ternura que pone en el objetivo, sin entrar en detalles técnicos: “Aquel día el sol estaba ligeramente velado”, dice de una foto en el interior de un vagón del metro en superficie, en el que entre los viajeros destaca el rostro de una mujer: “El sol iluminó de repente la cara de la joven, acentuando esa impresión misteriosa [… ] De pronto, se había transformado en una especie de madona medieval”. Más adelante cincela en una frase su manera de actuar: “En general, no cambio nada de lo que sucede, yo solo observo y espero”. Y añade: “Nunca he perseguido lo inusual, lo extraordinario”.
En esa espera parece el espectador que mira una de las escenas cotidianas que pintó Rembrandt, del que declara su admiración por sus claroscuros, que trasladó a sus imágenes. Ronis deja pequeñas pinceladas de su hacer fotográfico, como su especial gusto por los picados (“que permiten separar los planos”). Pero más allá de explicar su estilo, le gustaba fantasear con la historia que podía haber detrás de los desconocidos que había retratado, aunque a veces errara. Como el hombre con una maleta en la calle, agarrado a la barandilla de una escalera, pensativo, al que imaginó como un viajero volviendo a su hogar después de mucho tiempo. Años después, en un acto en el que comentaba sus fotos, se alzó una mano que le explicó que esa historia no tenía nada que ver con la realidad. Era el hijo de aquel hombre, un vendedor que iba con su maleta llena de frascos de perfume a por los que iba en el mismo barrio en que vivía.
Junto a las fotos de extraños, Ronis empleó en ocasiones a su mujer, Marie-Anne, y a su hijo como figurantes. Es en las que quizás más se aprecia una invitación al hedonismo, a disfrutar de la vida en los pequeños detalles, al placer de tumbarse sin hacer nada. Al fin y al cabo, Francia, como medio mundo, acababa de salir de una guerra que había acabado con la vida de al menos 50 millones de personas. Contra ese horror, Ronis aplicó una mirada amable a la vida, de esperanza en el ser humano, como la imagen de la madre y sus dos hijas que observan hipnotizadas un escaparate navideño cuyas luces iluminan sus rostros.
Esta es una de las fotografías más famosas de Ronis, la que hizo a un niño que acompañaba a su abuela a por el pan. Le hizo correr varias veces hasta que obtuvo la toma deseada.