Lo cuenta sin darle mayor importancia. Vive con su mujer y sus cuatro hijos en medio de uno de los cementerios más conocidos del mundo: el del Père Lachaise de París, adonde acuden cada año millones de turistas en busca de las sepulturas de famosos como Jim Morrison, Édith Piaf o Marcel Proust. Para Benoît Gallot (Montereau-Fault-Yonne, 1981), el mundo de los fallecidos no tiene tanto misterio. Convive con 70.000 sepulcros, pero reivindica un lugar lleno de vida en su libro La vie secrète d’un cimetière (Les Arènes, 2022), en el que ofrece otra mirada sobre este lugar.
La trayectoria de Gallot parece sacada de una novela. Creció en una familia que vendía lápidas funerarias que exponían en su jardín. Cada mañana escuchaba a su padre preguntar quién había muerto, y durante las comidas era común hablar de la profundidad de las bóvedas o de las flores elegidas para la siguiente inhumación.
“La proximidad con la muerte nunca me pareció algo anormal”, dice Gallot, mientras se dirige a su zona favorita del cementerio, en la ladera de una colina. En esa parte del Père Lachaise, llamado así en homenaje a un jesuita, las tumbas están colocadas de manera aleatoria entre caminos sinuosos. Algunas son verdaderos monumentos y sobresalen de la vegetación que se ha adueñado del espacio, favorecida por la prohibición en 2015 de usar productos químicos en los cementerios.
En esa época, Gallot trabajaba en otro camposanto a las afueras de París, pero recuerda cómo su mirada empezó a cambiar a medida que crecía la naturaleza. Pájaros, comadrejas e incluso zorros son ahora los protagonistas de sus fotos, que comparte en Instagram, donde tiene casi 60.000 seguidores. “Un cementerio es un lugar dedicado a la muerte, pero en realidad está lleno de vida”, recalca.
Cuando fue nombrado director del Père Lachaise, en 2018, recorrió el recinto acompañado de un mapa. No es raro perderse dentro y más de una vez acudieron a él personas incapaces de encontrar la salida, aterradas con la idea de pasar ahí la noche. También hay quienes no encuentran dónde están enterrados sus familiares. El trabajo de Gallot consiste en acompañarlas, pero también en gestionar esas 43 hectáreas, el espacio equivalente a la superficie del Vaticano.
Durante sus paseos, Gallot ha aprendido a leer los símbolos que coronan algunas tumbas. Algunas tienen coronas de flores, que recuerdan el ciclo eterno, o relojes de arena, que simbolizan el paso del tiempo. A él le atraen las lápidas que hablan, aquellas que liberan poesía y no solo nombres y fechas. “Pueden contar algo más. Me gusta la idea de que una tumba interpele y te hable”, dice. Al igual que los epitafios, últimos guiños de los muertos.