La casa de piedra de Coyoacán en la que creció Verónica Volkow, mucho antes de ser un museo, fue la escena de un crimen que escribió un capítulo en los libros de historia. El 20 de agosto de 1940, Ramón Mercader, un catalán al servicio de Josef Stalin, atravesó con un piolet la cabeza de uno de los revolucionarios más influyentes del siglo XX, León Trotsky. Volkow nació 15 años después del asesinato de su bisabuelo. Sus padres, cuenta, nunca hablaban de la muerte del bolchevique. Era un secreto a voces, “un murmullo que rodeaba la casa, la familia, su historia”.
Volkow aprendió a convivir con la ausencia omnipresente de aquel hombre al que nunca llegó a conocer más allá de las historias. Recuerda jugar en una casa de habitaciones vacías pero “llenas de voces”: las que resonaban entre las páginas de los libros que Trotsky y su esposa, la también revolucionaria Natalia Sedova, recopilaron durante el exilio mexicano. “Yo me aficioné a la lectura porque era como poder estar dentro de la mente de mi bisabuelo y mi bisabuela. Por eso la lectura para mí es tan importante, es una manera de vincularme con lazos afectivos que, aunque ya no están en el mundo material, son raíces. No puedo estar sin leer, es como mi sangre”.
El tiempo hizo una poeta de Volkow (Ciudad de México, 67 años). Con un puñado de poemarios a sus espaldas, acaba de terminar su última obra, un libro de versos sobre sus días en la casa de Trotsky, para el que está buscando editor. La autora nos recibe con un apretón de manos en su despacho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), institución en la que es profesora de teoría literaria desde hace dos décadas. El pelo corto y blanco contrasta con un traje rosa fucsia y unas uñas pintadas de rojo intenso que, mientras habla, juguetean con una pluma Montblanc.
Volkow leyó desde muy joven los escritos políticos de su bisabuelo, al que también tradujo. “Lo sentía como una voz muy, muy poderosa, y de alguna manera omniabarcante, pero también sentía que no me daba espacio a mí, a mi sensibilidad. Es una herencia fascinante, pero a la vez te aplasta”. La sombra de León Trotsky es alargada y ser una “poeta trágica” que de adolescente bebió de los versos de Arthur Rimbaud o Gérard de Nerval la convirtió en la oveja negra de una camada de revolucionarios. “Cuando cumplí 15 años, Marguerite Bonnet, editora de André Breton y amiga de la familia, me regaló las obras completas de [Charles] Baudelaire. Ni más ni menos. Estaba yo condenada”, se ríe.
Su padre, Esteban Volkow, “estoico clásico, gran superviviente, siempre dueño de sí mismo”, es, a los 97 años, el último testigo vivo del atentado contra Trotsky. Aquel día de 1940 regresó a casa de la escuela para encontrarse con Mercader inmovilizado por dos policías —“en ese momento no lo reconocí; tenía la cara ensangrentada y emitía extraños chillidos y aullidos”, recordaba en una entrevista con este diario en 2016— y a su abuelo León con la cabeza abierta, pero todavía en pie. “Cuando escuchó mis pasos, les dijo a los guardias: ‘Mantengan a Sieva alejado. No debe ver esta escena’”. Esteban rechazó la vena política familiar durante años. “Se dedicaba a una pequeña fábrica de productos químicos. Cuando enviudó se acercó más a la herencia de mi bisabuelo, a ocuparse del museo”, rememora la autora.
Su madre, Palmira Fernández, fue “una mujer extraordinariamente inteligente, con un sentido estético, artístico y una sensibilidad moral excepcional”. Fue jefa de costura del taller de Balenciaga, hasta que estalló la Guerra Civil y huyó de la miseria de la España afranquista. En el DF, fundó su propio taller para mantener a su familia en “una situación muy precaria, como es la de los inmigrantes”. “Era un genio. Quizá mi sensibilidad viene más de mi mamá que de mi papá”, reflexiona Verónica. Con semejante árbol genealógico, abrirse paso en la poesía fue una misión kamikaze.
Volkow empezó a escribir de adolescente y la reacción familiar fue de “terror, el repudio total, la burla horrible”. “Mi papá me dijo: ‘¿Y de eso vas a vivir? Mejor dedícate a secretaria’”. Ella no le hizo caso. “Aceptar mi vocación poética y literaria no se permitía. Si me miro desde los ojos de León Trotsky, soy una poeta burguesa. Solo la ética revolucionaria es válida desde esa voz. Pero el mundo está hecho de otras voces y de otras experiencias”.
Los desencuentros familiares no se quedaron ahí. Para una familia de tradición marxista, que consideraba la religión como el opio del pueblo, que la primogénita tuviera inclinaciones místicas no fue algo fácil de tragar. “Yo desde niña sentía la presencia de Dios con una fuerza contundente. No era el Dios de la Iglesia, era la presencia de un amor maravilloso. Después, creo que a través de la poesía, busqué un sentido oculto a las cosas. La dimensión de la intuición que corresponde a la mística es fundamental para sobrevivir. Mi padre siempre repudió mi poesía y mi camino espiritual. Yo me oriento a través de la intuición. Y a él le parece aberrante, una traición a la familia”.
En los 70, Volkow empezó a frecuentar los círculos literarios del DF, una ciudad en la que brotaban poetas en cada esquina que se congregaban al calor de talleres literarios como el de Juan Bañuelos. Allí, la bisnieta de Trotsky coincidió con autores como Carmen Boullosa o Roberto Bolaño y la camarilla de infrarrealistas. “Yo fui siempre un poco marginal, los talleres me aburrían, pero era una manera de conectar con otros escritores. También eran ambientes muy difíciles: mucha bohemia, muy rudos. Yo era una hija de familia, los códigos para poder pertenecer a esos grupos eran difíciles para mí. Tenías que entrar a esas fiestas y esas dinámicas, que eran completamente ajenas a mi sensibilidad”.
El DF era entonces una ciudad que vivía la resaca de los movimientos estudiantiles del 68, “una dispersión del proyecto político, una generación abandonada a la deriva”, relata Volkow. “Había una huida en la poesía, que era un espacio de refugio”. Los jóvenes poetas izquierdistas como Bolaño, que la convirtió en narradora de un capítulo de Los detectives salvajes, sentían fascinación por ella por ser bisnieta de Trotsky, “pero no pertenecí a su mundo tan subversivo, tan rebelde, tan anárquico”. Octavio Paz también sentía simpatía por ella, dice, y publicó algunos de sus trabajos.
Después vinieron años de dar tumbos, de confundir caminos o complacer la voluntad familiar. Empezó a estudiar matemáticas, pero se casó con un escritor de cuyo nombre no quiere acordarse “porque quería ser libre para estudiar letras”; luego, un posgrado en la prestigiosa Universidad de Columbia, en Nueva York; una residencia literaria en Iowa, donde conoció a un autor sudafricano que la llevó a su país, experiencia que le sirvió para escribir Diario de Sudáfrica (Siglo XXI, 1988), una crónica sobre el apartheid; la carrera de psicoanálisis a su regreso a México, hasta que decidió realizar un doctorado en la UNAM, donde sigue impartiendo clases hoy.
Cuando le preguntan si sigue la ideología de su bisabuelo, duda un rato: “Me parece muy acertada su propuesta, pero un poco utópica: el mundo es cada vez más ingobernable con esta globalización, estas fronteras, este comercio, esta modernización, este deterioro de la vida de muchas personas. Yo lo que rescato de mi bisabuelo es la mirada crítica, la sensibilidad, el repudio al poder”. Trotsky nació en lo que hoy es Ucrania; Esteban Volkow, en Moscú; Palmira Fernández era una madrileña de Lavapiés. ¿De dónde se considera ella? “Mi patria es la poesía y las letras, porque allí no soy exiliada de ningún lugar y tampoco estoy sujeta a los caprichos de ningún amo”, dice, y aunque trate de tomar distancia de la ideología familiar, la respuesta suena con la certeza de quien lleva el internacionalismo trotskista en la sangre.
Mientras posa para las fotografías, en un patio interior de la UNAM con la tierra húmeda y grupos de estudiantes que pasan el rato, reflexiona sobre la espiritualidad de su bisabuelo: “Él era un racionalista marxista, la mística en su caso podría ser su gran amor por los desamparados, por los desprotegidos. Trotsky tenía la locura de ser escritor, es un fantasma que corre por la familia. Su último libro es el libro de un poeta romántico”. Un rato antes, en su despacho, lee un par de los poemas sobre el bolchevique que ha escrito para su último libro. Uno de ellos, empieza así: “Los caminos de la tinta me gustan porque allí te escucho, abuelo...”.
La poetisa y ensayista Verónica Vokow, en Ciudad de México, el pasado 14 de marzo.