Durante la Guerra Fría, numerosas misiones de espionaje se realizaron mediante submarinos. Algunos de esos episodios podrían formar parte del argumento de una película de James Bond, pero sus detalles permanecen todavía bajo el velo de secreto militar. Solo unos pocos han salido a la luz, como el caso del proyecto Ivy Bells de los años 70.
En pocas palabras, la idea consistía nada menos que en pinchar un cable telefónico que unía el cuartel general de la flota de submarinos soviéticos en Vladivostok con la base de Petropavlosk. La historia atribuye la idea original al capitán James Bradley, encargado de los servicios de inteligencia de la Marina. Dice la leyenda —tan vez realidad- que tuvo la inspiración una noche de insomnio solo en su despacho del Pentágono al suponer que debía haber un canal de comunicación rápida entre el mando y las bases operativas. Aunque sin duda se utilizaban transmisiones por radio, eran más sensibles a intrusiones (empezaban a haber satélites capaces de captarlas); parecía mucho más seguro un simple cable.
El enclave de Petropavlosk está situado cerca de la punta de Kamchatka, donde se abre al desolado mar de Ojotsk. Este es una enorme extensión de agua (tres veces la de España) encerrada entre la península y la costa del continente; congelado durante la mayor parte del año y por eso, con poco tráfico comercial, salvo en los meses de verano. Más al norte, en un entrante aún más inaccesible, se localizaba la base de submarinos nucleares. Hace años que fue abandonada, pero durante la Guerra Fría podía albergar una docena de sumergibles.
El cable, si existía, llegaría hasta el mando de la flota submarina del Pacífico en Vladivostok. Una manguera de hilos de cobre serpenteando a lo largo de 2.500 kilómetros por el fondo del mar de Ojotsk. El problema era localizarlo.
Bradley supuso que en el punto de la costa donde el cable se zambullía en el mar debería haber alguna prohibición de fondeo para asegurarse de que ningún ancla lo dañase. Bastaba con encontrar el cartel de aviso.
Para eso había que adentrarse en aguas territoriales rusas, una operación políticamente muy arriesgada en una época en que el presidente estadounidense Nixon intentaba alcanzar acuerdos de desarme. Pero la perspectiva de poder fisgonear en las conversaciones entre los almirantes soviéticos resultaba tan tentadora que el propio Henry Kissinger dio la autorización para llevarlo adelante con el máximo sigilo.
La misión se encomendó al submarino USS Hallibut bajo el mando del comandante Jack McNish. Era una nave con experiencia en operaciones secretas. Había participado en la búsqueda —y localización- de un sumergible soviético hundido en el Pacífico y contaba con equipos de rastreo muy avanzados para la época: una especie de torpedos dirigidos por cable y equipados con sonar y cámaras fotográficas. A bordo, un reducido grupo de especialistas con todas las credenciales de seguridad se encargaba de manejarlos; el resto de la tripulación no sabía nada de su verdadera misión.
- A popa, el Hallibut llevaba un artilugio con la apariencia de un minisubmarino de rescate. En realidad, estaba soldado a la cubierta; era una cámara hiperbárica preparada para utilizar la nueva mezcla de oxígeno y helio. Era un avance reciente, que permitía combatir la toxicidad del oxígeno a altas presiones y el peligro de embolia por nitrógeno. Con esos equipos de respiración los buceadores podrían moverse por el fondo, a unos 120 metros de profundidad, aunque el proceso de preparación para eliminar todo el nitrógeno de su sangre era muy largo; horas o incluso días de encierro en la cámara hiperbárica.