Conviene dejar algo claro. El cine, en principio, fue simplemente un medio. Luego sus posibilidades técnicas le permitieron encauzarse hacia el arte, y ese arte, de todos los caminos posibles, acabó recalando, en su gran mayoría, en la narración.
La equivalencia entre narración y arte es una idea que se repite demasiado en muchos foros y que, de algún modo, sitúa a las películas y las novelas en la cúspide del panteón del cine y la literatura. Pero dentro del cine, además de las películas (que son las que cuentan una historia narrativa) hay documentales, hay películas surrealistas, hay vanguardia. Y de la misma manera, en la literatura hay novela (que cuenta una historia narrativa) pero hay, por ejemplo, ensayo (que no es narrativo), y hay poesía (que no es ni narrativa ni no narrativa, sino todo lo contrario). La narrativa aspira a ser arte, pero el arte no tiene por qué ser siempre narrativo.
Sobre los videojuegos, desde hace un tiempo (desde que las posibilidades técnicas permiten que la historia se cuente a través de cinemáticas) sobrevuela una amenaza que podemos denominar jaula narrativa del cine. Es decir, como pasó con el audiovisual, los videojuegos corren el riesgo de convertirse en artefactos en su gran mayoría narrativos. Algo que, como en el cine, no es malo per se, pero que sí limita enormemente el desarrollo de otras formas paralelas de expresión.
Hablando en plata: si los videojuegos se limitan a repetir no ya las formas del cine, sino las formas de un cine concreto (un cine masivo, hegemónico, que se empecina en contar unas historias concretas, con una duración concreta y un formato concreto), perderá gran parte del potencial que alberga para crear artefactos únicos, que no pueden ser trasvasados a otros medios y que cimientan la caligrafía propia que solo el videojuego puede desarrollar. Es decir: si repite el fondo, a la postre, el videojuego tendrá más difícil trascender la forma. Y todos saben que en esto del arte el fondo y la forma son una y la misma cosa.
Acaba de llegar al mercado Street Fighter 6, la última entrega de la saga de lucha más famosa. En 1987 la japonesa Capcom sacó Street Fighter y fue un éxito, pero tenemos que adjudicar al impacto meteórico de Street Fighter II en 1991 la proliferación como setas de los juegos de lucha en los salones recreativos. Street Fighter II es considerado por muchos el juego de lucha más influyente de todos los tiempos por cuanto que fue una revolución gráfica y mecánica, y porque muchas de sus características (poder elegir a tantos personajes, el grado de complejidad única que alcanzaban las acciones de cada uno de ellos) sentaron las bases del género hasta el día de hoy.
Esa forma de entender el entretenimiento tuvo muchos hijos: Dead or Alive, King of Fighters, Soul Calibur… además de suponer una plantilla que se podía rellenar con personajes de la cultura popular: Marvel VS Capcom (con los héroes de cómic de Marvel), Injustice (con los de DC), Smash Bros (con los personajes de Nintendo), los diferentes juegos de lucha de Dragon Ball… todo ese ecosistema, se puede argumentar, nace de Street Fighter II, una franquicia que en los últimos tiempos había quedado en parte eclipsada por los otros dos grandes representantes del género, Tekken y Mortal Kombat, que optaron por un camino narrativo al emplastar las secciones de combate con cinemáticas e historias más logradas. Ahora, Street Fighter 6 se sube a ese carro con una revolución: al modo de juego arcade por antonomasia añade un modo aventura, con escenarios 3D, en el que desarrollar a nuestro propio personaje a lo largo de una historia que le va cruzando con los personajes clásicos de la saga: E. Honda, Chun-Li, Guile, Ken... Una revolución sin renunciar a los cimientos del propio juego.
Todos estos juegos (Street Fighter 6 incluido) no buscan redefinir la narrativa o emocionar al jugador, no se toman en serio como objeto trascendente (lo cual les permite esquivar ciertos debates incómodos sobre representación sexual o de género), pero sí constituyen un ejemplo perfecto de la naturaleza iterativa del videojuego, de cómo el medio va refinando sus mecánicas con cada nueva entrega para fusionar, poco a poco, al personaje y al jugador. Hay poesía en la forma de jugar a los primitivos Street Fighter, y en la forma en que han afinado sus mecánicas hasta la perfección, de la misma forma que hay poesía en los precisos y vagamente patosos movimientos de Mario Bros en el juego de 1985. Es otra forma de ver el ocio interactivo: no como objeto artístico solemne, sino un entretenimiento estupendo con un enorme impacto social y cultural. Bienvenida sea también esta forma de jugar. Porque, como puro juego, los juegos de lucha son sencillamente insuperables. ¡Hadoken!