Shimon Redlich, superviviente del Holocausto de 87 años, autor del libro Together and apart in Brzezany, explica: “Mientras siga habiendo supervivientes vivos y funcione su memoria, sus testimonios deben ser grabados. Cada historia es única”.
Edith Bruck, superviviente de Auschwitz de 90 años, escritora húngara en italiano, autora de clásicos como Quien así te ama (Ardicia) o de Il pane perduto, señaló en una entrevista reciente: “Nuestras vidas no nos pertenecen. Pertenecen a la historia”.
Los supervivientes de la Shoah nos han permitido asomarnos al abismo de lo incomprensible, atisbar el sinsentido de la violencia y el extermino, han logrado que generaciones de lectores se acerquen a una experiencia que puede ser transmitida, pero no compartida.
Sin embargo, conforme pasan los años, la era de los testigos va llegando a su final y, con ellos, desaparecerá algo insustituible. La mayoría de los que sobrevivieron al terror nazi como adultos han fallecido y se acerca el momento en que queden sus palabras y sus imágenes, pero no sus miradas.
El pasado mayo falleció Boris Pahor a los 108 años. Esloveno nacido en Trieste, Pahor fue deportado como resistente antifascista y es autor de uno de los grandes libros sobre los campos nazis, Necrópolis (Anagrama).
“Cada palabra mía sería entonces controlada por el miedo a deslizarme en la banalidad”, escribe. “Y además sobre la muerte, como también sobre el amor, uno puede hablar solo consigo mismo y con la persona amada con la que se ha fundido.
Ni la muerte ni el amor soportan testigos”. El miedo a la banalidad y a la imposibilidad de transmitir lo sufrido son una constante de la literatura sobre el Holocausto desde la publicación del primer gran testimonio literario de los campos, Si esto es un hombre, de Primo Levi.