Brenda y Brandon Walsh, los mellizos de flequillo fluctuante él y clásico instantáneo el de ella, llegaron a la televisión española cuando esta renacía. Mejor, se ampliaba. Se volvía bien de consumo y dejaba de ser únicamente el ente público decidido a entretener, formar e informar que había sido hasta entonces. Antes sólo disponíamos de dos canales, a lo sumo cuatro en el caso de comunidades como Cataluña que tenían su propia televisión autonómica. Pero en 1990, aparecieron los canales privados y, con ellos, la televisión necesitó empezar a gustar para competir por la atención del telespectador. ¿Y qué no iba a gustar de los Walsh, ese par de forasteros atractivos y algo ingenuos, llegados de la fría y gris Minnesota a la cálida y soñadora California?
Fue Sensación de vivir, o 90210 Beverly Hills —su título original, el código postal del exclusivo barrio en el que vivían los protagonistas—, una excelente introducción a esa televisión en la que lo estadounidense iba a volver el mundo un deseable suburbio rico, de casas con jardín y canasta junto al garaje, normalizando, de paso, la posibilidad de bailes de fin de curso aderezados con ponche, y el sinfín de pequeños detalles que, en estas tres décadas, han ido transformando la realidad a su antojo. Piensen en Halloween, y en lo que sabíamos del asunto en 1990 (salvo por la referencia en E.T., donde muchos descubrimos esta fiesta), y en cómo no podíamos sospechar que acabaríamos celebrándolo como lo hacemos.
Pero no sólo fue eso. Había infinidad de pequeños detalles en la serie que modelaron una forma de consumo predisponiendo al telespectador en un sentido por entonces aún inédito en el audiovisual español. Para empezar, no olvidemos que el artífice de este primigenio clásico de un wannabe exportable es Darren Star, el también creador de su hermana mayor, Melrose Place, y de su hermana pionera, Sexo en Nueva York. Todas las series de Darren Star parecen estar diciéndole al espectador cómo de apasionante es la vida en Estados Unidos, casi un cuento de hadas, en el que nada excepto las relaciones entre amigos y amantes importan. ¿Y por qué no podemos desear que la nuestra lo sea también, estemos donde estemos?
En ese sentido, igual que ocurre con Carrie, Miranda, Samantha y Charlotte en Sexo en Nueva York, Sensación de vivir se adelantó a la creación de personajes femeninos no idénticos, esto es, variaciones con matices —y subidas de tono intelectual, como en el caso de Andrea Zuckerman, la tipa lista que era la jefa de todos en el periódico del instituto—, y una representación no única —aunque sí aún insuficiente— de las chicas, definidas aquí por su personalidad y no tanto por el lugar que ocupaban socialmente en clase. Lo mismo ocurría con los chicos. El propio Brandon Walsh era la antítesis del chico malo —Dylan— que hasta entonces había sido el deseado hasta por la chica más ingenua de la clase —o eso aprendimos con Grease y todo lo anterior, e incluso lo posterior—.
Si no había atisbo de humor era porque básicamente Sensación de vivir, como Melrose Place, era un culebrón, un drama, eso sí, a la norteamericana. Con cierto glamur y una distinción que le permitió después evolucionar y dar pie a todo tipo de híbridos que reinan hoy en las parrillas de las plataformas, y que, en aquella época, se produjeron en cantidades industriales. Pensemos en Dawson crece, en The O.C., o incluso en el más contemporáneo Gossip Girl. En todos ellos, si algo podía ir mal, ese algo iba francamente mal.
No era habitual, como ocurrió con la lamentablemente recién fallecida Shannen Doherty, la más ambiciosa de todo el entonces famosísimo y millonario elenco, que los actores de la serie dieran el salto al cine, y mucho menos, como lo hizo ella, al cine de autor —tiene un papel clave en Mallrats, de Kevin Smith—, pese a que la época empezaba a generar sus propios mitos, y cualquiera de ellos podría haber dado el salto. Y, dicho esto, ¿qué me dicen de la edad de aquellos supuestos chavales? Se suponía que tenían 16 y 17 años, pero lo cierto es que tenían al menos una década más. La misma Gabrielle Carteris (Andrea) tenía 29 años, Luke Perry (Dylan) tenía 24, aunque es cierto que los hermanos Walsh tenían 21 (Jason Priestley) y 19 (Doherty).
Esa edad adulta en aparentes adolescentes permitía ordenar una etapa nada ordenada, y dar una deseable estabilidad adulta a la adolescencia, convirtiéndola en un espejismo en el que nada dolía demasiado, o cuando lo hacía, era civilizadamente soportable. El acercamiento al lujo, del que disfrutaban la mayor parte de los personajes, era también francamente distinto al que se da hoy en día —pensemos en los ricos de Succession y en los ricos de Sensación de vivir, ¿por qué aquellos eran tan buenos?—, lo que incita a un visionado contemporáneo que permita analizar de qué forma la figura del adinerado, y su crueldad, ha ido creciendo y retorciéndose con el tiempo. ¿O ha sido también la idea del mundo?
Porque el mundo en el que se ambientó Sensación de vivir era aún un mundo que utilizaba la ficción para encantar cualquier tipo de realidad, convirtiéndola en algo casi familiar, un algo para todos los públicos, especialmente los soñadores, ignorando o apenas esbozando los problemas reales de una sociedad que siempre ha pretendido verse como algo envidiablemente adecuado, correcto, inofensivo, hasta cierto punto perfecto, y tal vez lo haya sido en la cabeza de los creadores del cine familiar de los ochenta, antecesor y modelo de series como esta, y de las que trataron de seguir en la misma línea hasta los 2000, pero que no podía serlo, de ninguna de las maneras. Y sin embargo, que exista dice mucho de la forma en que pretendíamos ver, y habitar, el mundo.