El compositor vienés Arnold Schönberg inició hace un siglo una revolución musical y los críticos dieron parte. “Si alguna vez se acepta esta manera de hacer música, espero que la muerte me libere de oírla” (The New York Times, 1913). “Quince valientes músicos nos presentaron la Sinfonía de cámara de Schönberg, que, sin duda, merecería el título de ‘Sinfonía de cámara-de-los-horrores’” (Signale, Berlín, 1913). “Todas las interpretaciones de sus obras en Austria y Alemania han provocado disturbios, cargas policiales, ingresos hospitalarios de los heridos y cadáveres en la morgue” (Paris-Midi, 1913). “Un público respetuoso y bien intencionado se echó a reír al instante” (The Boston Post, 1914). “El nombre de Schönberg, por lo que respecta al público británico, no significa más que basura” (Musical Times, Londres, 1930).
Las críticas las reunió hace tiempo el compositor Nicolas Slonimsky, pero leídas hoy en voz alta en el museo vienés que atesora el legado artístico de Schönberg (protegido por la Unesco) y ante una de las mayores expertas de su obra, Therese Muxeneder, suenan aún más ruidosas. “Asistían a una revolución musical en la que no había escala de grises. Con Schönberg todo era blanco o negro. ¿Qué concierto de música clásica podría provocar hoy semejantes altercados?”, dice Muxeneder, que señala una vitrina con el programa original del 31 de marzo de 1913. Ese día en la sala dorada del Musikverein, el templo musical que cada año acoge el ilustre Concierto de Año Nuevo y donde el público apenas se atreve a dar palmitas cuando suenan los compases de la Marcha Radetzky, el concierto se canceló antes de que sonara la quinta pieza, la de Mahler. Cuando Schönberg, que dirigía a la orquesta, atacó la partitura de uno de sus discípulos, Alban Berg, comenzaron los abucheos y la gresca y los bofetones entre partidarios y detractores de la vanguardia. El cerebral compositor Anton Webern gritaba desde su palco al patio de butacas: “¡Fuera la chusma!”. El Skandalkonzert (el concierto del escándalo) acabó en la comisaría y con un pleito entre cuatro espectadores en los tribunales. El crítico del Paris-Midi hiperbolizaba, pero sabía de lo que hablaba.
Con motivo de una efeméride compartida, el 150 aniversario de los nacimientos de Schönberg y Karl Kraus, Therese Muxeneder presenta en el Arnold Schönberg Center una brillante exposición donde explora la causa común de estos dos intelectuales contra el orden establecido. Kraus era el gurú literario del compositor pionero de la atonalidad y el dodecafonismo. “He aprendido mucho de usted —le confesó Schönberg por carta—, tal vez más de lo que uno debería aprender si desea conservar su identidad […]. Su estilo me ha enseñado a escribir y casi a pensar”.
Karl Kraus editó y escribió casi en solitario la revista Die Fackel (La Antorcha) entre 1899 y 1936. Publicó 22. 578 páginas en un total de 922 números que se impusieron como un círculo de fuerza de la subversión intelectual. Más allá de Offenbach y la distracción de las operetas, pasaba de la música, no apreciaba el experimentalismo atonal ni asistía a conciertos, pero en su gabinete conservaba en un lugar privilegiado el autorretrato de Schönberg que le había enviado el propio compositor. Y sobre todo empleó su prosa cáustica como aliada del músico: un mes después del Skandalkonzert, escribió en Die Fackel un mordaz ataque contra la prensa vienesa por “caer finalmente por debajo del nivel que la hizo despreciable tanto tiempo” en su defensa de los alborotadores.
La relación nunca alcanzó la amistad. A Schönberg, sin embargo, no solo le animó a escribir ensayo, reflexiones teóricas y aforismos, también le influyó en sus composiciones. Su voz, literalmente: para componer su pieza atonal Pierrot Lunaire (descrita por la crítica neoyorquina como el último grito en cacofonía y anarquía musical), se inspiró en el poderoso timbre de barítono de Kraus como herramienta de expresión artística. El editor programaba recitales de textos escogidos para lanzar su revista, donde la sátira se amplificaba como en un cabaret wagneriano gracias a sus registros vocales.
Para un artista vienés resultaba casi imposible escapar a la seductora influencia de Die Fackel. El atractivo que tuvo Schönberg para las vanguardias se documenta en óleo sobre lienzo: fue retratado por pintores contemporáneos en tres décadas distintas, Richard Gerstl (1905), Max Oppenheimer (1909), Egon Schiele (1917) y Oskar Kokoschka (1924). En la exposición, que recibe al visitante con las máscaras mortuorias originales de los protagonistas, se exhiben varios lienzos del compositor, que también experimentó con la pintura.
En otra pared cuelgan las litografías que Oskar Kokoschka, buen amigo de ambos, realizó para ilustrar el ensayo de Kraus, La muralla china, publicado en Die Fackel en 1909. Se muestran partituras, cartas de Alma Mahler y memorabilia, como la pequeña agenda telefónica de Schönberg (el número de teléfono de Kraus era el 7857) o el documento de su reconversión al judaísmo en París, con la firma del pintor Marc Chagall como testigo. En 1933 ensayó una composición satírica para ridiculizar a Hitler, las variaciones orquestales de Horst-Wessel-Lied, el himno del Partido Nazi. “Fue un visionario”, dice Muxeneder. “En su manifiesto Un programa de cuatro puntos para los judíos, que estuvo precedido de un estudio intensivo de la población hebrea en Europa, Schönberg predijo el genocidio de los judíos europeos en 1938".
Se refugió en Los Ángeles, California, donde le llegaron como en una procesión fúnebre las noticias de la muerte de Kraus y sus discípulos Alban Berg y Anton Webern, con los que formó la Segunda Escuela de Viena. El caso de Webern fue dramático. Le disparó un soldado norteamericano en Salzburgo durante la ocupación aliada en 1945, cuando la guerra ya había acabado. Una patrulla perseguía a un traficante del mercado negro, se cruzó con el músico y en la confusión de la noche un militar le pegó un tiro.
Coincidió en el exilio californiano con Thomas Mann, que se inspiró en el dodecafonismo de Schönberg para escribir su novela Doktor Faustus. El escritor temblaba con la posibilidad de que el compositor le demandara y le exigiera derechos de propiedad intelectual. El parecido era demasiado real, salvo por el detalle de que su personaje padecía sífilis.
Como Kraus, Schönberg exhibía en su estudio de Los Ángeles un retrato enmarcado de su colega, que ahora está en Viena. Un óleo pintado cuatro décadas antes por el compositor, que tituló Sátira (Karl Kraus).
Vista de la exposición 'Arnold Schönberg & Karl Kraus', en el Arnold Schönberg Center de Viena.