Es una lástima que solo exista un Stephen King, porque si pusiéramos uno en cada calle, estoy convencido de que el terror sería solo un género literario y no una materia de discusión política. Todo en él es tan admirable, que me opongo a los entusiastas que abogan por que reciba el Nobel: no solo no lo necesita (sería una forma de redención para la Academia Sueca), sino que estropearía su imagen de tío con vaqueros que te ayuda a arrancar el coche. Aunque quién sabe, porque ni siquiera Twitter, donde hasta el más guapo sale feo, ha podido con él.
Tuitero pertinaz, lleva un tiempo empeñado en que se regule la venta de armas de fuego, y ejerce para ello un activismo inagotable contra los popes del trumpismo, pero le queda tiempo para hacer apostolado seriéfilo. Está al día de todas las novedades y recomienda muchísimas. Netflix y compañía le usan como gancho publicitario y ya venden algunos lanzamientos con sus frases. La última, La diplomática. “Just terrific”, dijo de ella, consagrándola al instante.
Al principio me pareció simpática esta faceta suya. Me apuntaba sus series y me alegraba cuando yo ya había visto la que él acababa de descubrir (¡chúpate esa, Steve!), pero me empieza a inspirar cierta tristura. Si un amigo mío se pasara las tardes tuiteando sobre el séptimo episodio de un thriller y troleando a antiguos cargos de Trump, le preguntaría si estaba bien y si necesitaba que charlásemos. Estamos hablando del autor de It, carajo. Si la gloria es ahormarte en el sofá con la última policiaca inglesa mientras te burlas de uno de la asociación del rifle, casi es mejor que te den el Nobel. Por eso quiero empezar la campaña para que se lo concedan, a ver si así viaja a Suecia y nos recomienda un noir escandinavo, para variar.