Casi todos los años de mi existencia los he gastado en un país que, luego de promover un cataclismo histórico llamado revolución, ha pretendido, contra toda lógica dialéctica, que sigamos viviendo para siempre en una especie de lapso histórico detenido o, al menos, que se debe mover hacia el fin de los tiempos por un carril ya determinado. Y es que en Cuba, a través de una continuidad legal y constitucionalmente establecida, se ha refrendando que el sistema socialista llegó al país para quedarse, por los siglos de los siglos.
Nunca he podido olvidar, sin embargo, aquella mañana de 1989, cuando mi madre, al comentarle la noticia de la caída del Muro de Berlín me dijo: "Yo no pensé que viviría para ver eso". Y es que ella, nacida tres décadas antes de que se levantara el Muro y de que la revolución cubana se declarara socialista, a la altura de sus sesenta años había asumido que el mundo que conocía era el que existía y existiría. Pero la Historia solo es una disciplina de contenidos inalterables cuando está en los libros —y ni siquiera así su inalterabilidad está garantizada. La Historia es una espiral indetenible que avanza y retrocede, se revuelve y nos asombra, y no permite que el mundo (ni siquiera el mejor de los mundos posibles) sea siempre ese estadio específico que hemos conocido y cuyos códigos asimilado. Y es esa condición evolutiva (o involutiva) de la Historia la que ahora mismo nos debería advertir de la necesidad de encender luces de alarma.
No resulta ocioso recordar que la posibilidad de nacer en una época y morir en otra, y tener por ello una conciencia de la movilidad de la Historia, es una condición reciente para la humanidad. Hasta los siglos XVII y XVIII la mayoría de las personas nacían y morían en sociedades apenas transformadas en el trance de una vida. Acontecimientos históricos más recientes, como la Revolución Francesa de 1789, permitió a muchos individuos nacer en una monarquía, vivir en una república y luego en un imperio para morir en una restauración o quizás hasta en una Segunda República si llegaba a los sesenta años. El movimiento de las sociedades, el flujo del tiempo se habían acelerado con los motores de la revolución industrial y social y la posibilidad de adquirir semejante conciencia de la Historia fue uno de los hallazgos que cristalizó, por ejemplo, en el nacimiento de la hoy tan popular novela histórica, un género inexistente hasta la llegada de Walter Scott y Waverley, su novela de 1814.
El desarrollo económico, científico, político de las sociedades contemporáneas ha provocado una desbocada aceleración en el devenir del tiempo. Las generaciones que hemos asistido al cambio de siglo y de milenio hemos tenido el extraño privilegio de aprender que el mundo, tal como lo conocimos en un determinado momento, no será el mismo por mucho tiempo.
La desaparición del socialismo en la extinta Unión Soviética y el este europeo, el fin de la Guerra Fría y el triunfo económico y político de los modelos liberales fueron procesos tan radicales y profundos en la evolución social que incluso llevaron a profetizar el fin de la Historia, la llegada de un estadio socio-político que, luego de haberse impuesto, no sufriría otras grandes alteraciones.
Pero aquel mundo de fin del siglo XX era, entre otras peculiaridades, un universo con una telefonía celular primitiva, sin otra red social masiva que no fuese el correo electrónico y en el cual, anotemos otras insignificancias, se podía subir a los aviones con una botella de whisky y, además, fumar cigarrillos en casi todo el viaje. El atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001 y la guerra contra el terrorismo –y las repuestas del terrorismo- han alterado nuestra realidad, mientras los avances tecnológicos han transformado los ritmos sociales, económicos y políticos gracias a los potentes cambios ocurridos en el universo digital con manifestaciones hoy tan influyentes como las redes sociales.
Un proceso histórico revulsivo como lo fue la pandemia de coronavirus, iniciada en 2019, que prácticamente paralizaría el mundo por dos años, resultó ser un evento que, al despertar el miedo a la muerte, cambió muchas de nuestras perspectivas de la realidad que conocíamos mientras colocaba el devenir social en una especie de meandro por el que las aguas corrían a otro ritmo. Pero pensemos en el hecho de que las vacunas contra el virus se pudieron crear en poco más de un año porque antes se habían producido hallazgos científicos que ya cambiaban el mundo y nuestra relación con él, y entre otros estuvo la posibilidad de diseñar el mapa genético de las personas con la decodificación del genoma humano. Sin la misma espectacularidad visual de la demolición del Muro de Berlín, el ataque a las Torres Gemelas o las alteraciones políticas en el Medio Oriente, con guerras incluidas y dictadores que parecían perpetuos removidos, los avances científicos y tecnológicos han tenido una decisiva presencia en las alteraciones del mundo que conocíamos para conducirnos a otro, que poco y mal conocemos —al menos yo.
Pero este presente estadio histórico postpandémico, que ha recuperado el fragor de las guerras (que siguen siendo más o menos como antes, o como siempre, pues implican muerte y destrucción para materializar conquistas de territorios), se asoma en estos momentos a posibles convulsiones que podrían cambiar nuestra percepción del mundo tal como ahora mismo lo conocemos.