Un camión puede contar la historia de un genocidio. La película La carga, de Ognjen Glavonic, relataba cómo un conductor trasladaba una misteriosa mercancía entre Kosovo y Belgrado durante los bombardeos de la OTAN de 1999. El espectador descubrirá que se trataba de cadáveres de albaneses, víctimas de la limpieza étnica de los paramilitares serbios, acarreados de un lugar a otro para no dejar huellas de los asesinatos masivos. En Las sepultureras (Errata Naturae), un libro sobre las fosas comunes de Bosnia-Herzegovina —y sobre la vida y la muerte, las heridas de la guerra y la voluntad de sobrevivir—, la periodista Taina Tervonen escribe: “A lo mejor, lo primero que debería hacerse cuando se investiga un genocidio es interrogar a los conductores de camión, de autobús y de tren. Ellos saben. Como el que condujo a los investigadores hasta la fosa de Tomasica”.
Esta reportera y escritora francofinlandesa de 49 años reconstruye en este libro, traducido por Iballa López Hernández, la guerra de Bosnia (1992-1995) a través de la huella más dolorosa que ha dejado, los enterramientos masivos que albergan a miles de personas que todavía permanecen desaparecidas. Y lo hace a través de dos personajes, Senem, antropóloga forense, y Darija, investigadora, que llevan desde sus 20 años, desde el final del conflicto, ayudando a las familias en esa dolorosa búsqueda. Pero en sus páginas también aparecen decenas de personas que vieron cómo su mundo era engullido por la violencia de la noche a la mañana, que contemplaron cómo los vecinos denunciaban, asesinaban y torturaban a personas que conocían desde siempre.
- Uno de los primeros descubrimientos que realizó cuando comenzó a acompañar a las antropólogas forenses que protagonizan su relato es que el olor dulzón y repugnante de la muerte no se va nunca. Se queda en la nariz, en la ropa, pero sobre todo en la mente. El otro hallazgo crucial fue que el asesinato de masas requiere una enorme planificación e infraestructura, así como la complicidad de muchas personas. Los verdugos casi nunca matan solos.
Cuando Tervonen contempló la enorme fosa común de Tomasica, descubierta en 2013 precisamente gracias al testimonio de uno de los conductores que trasladaron los cadáveres, tuvo ante sus ojos la evidencia de que el genocidio de los musulmanes bosnios por parte de los ultranacionalistas serbios había sido minuciosamente planificado. En esa antigua mina aparecieron cerca de 500 cadáveres, de los que solo la mitad han sido identificados. El resto representan a familias que nunca han podido cerrar su duelo, que se enfrentan todavía a cientos de dolorosas preguntas sin respuesta.
“Me había preguntado muchas veces por la logística de un genocidio”, explica en conversación telefónica desde París, donde reside. “No se puede ejecutar a cientos de personas sin haberlo planificado y organizado previamente. Es necesario conseguir armas, municiones, decidir qué se va a hacer con los cuerpos, dónde van a tener lugar los asesinatos. Muchos de los relatos que he escuchado se refieren a la cuestión del transporte: siempre está en el centro de las deportaciones masivas”, prosigue.
Y eso es algo que no solo se da en Bosnia: uno de los libros más importantes escritos sobre el Holocausto, La destrucción de los judíos europeos (Akal), de Raul Hilberg, pone en el centro de la investigación los trenes que transportaban a las víctimas desde toda Europa a los campos de la muerte.
“Pensé también en los conductores. Son personajes muy importantes”, añade la escritora.
“Se trata de supervivientes, que pueden haber tenido un papel crucial en los asesinatos, pero que también pueden salvar la vida de personas”, explica antes de relatar la historia de un conductor de autobuses que debía trasladar a musulmanes bosnios expulsados de sus casas y que se negó a dejar subir a soldados al vehículo, un gesto que evitó una matanza.
“Cuando llegué aquí no sabía lo que me esperaba”, confiesa la autora en el arranque del libro. “Nada me había preparado para contemplar una fosa común.
Una fosa común es trabajo. No hay sitio para las ideas frente a ese enorme agujero del que deben extraerse los cuerpos antes de que llegue el invierno”. El contacto con el trabajo de campo de los forenses marca todo su gran reportaje, teñido por la admiración hacia las personas que dedican su vida a buscar cadáveres, porque no solo se enfrentan al olor de la muerte, sino al dolor de las familias.
Son los que excavan, pero también investigan y cotejan el ADN para tratar de cerrar los miles de casos de desaparecidos que quedaron abiertos tras una guerra durante la que fueron asesinadas 100.000 personas, la mayoría civiles.