Lecciones de un búnker de la Guerra Fría para sobrevivir al fin del mundo

La incertidumbre geopolítica y las amenazas de Putin disparan las visitas al Diefenbunker, en Canadá, uno de los refugios nucleares más grandes del planeta

En una zona rural no lejos de Ottawa, se esconde un túnel del tiempo. Conduce a los años más recios de la Guerra Fría, cuando el primer ministro de Canadá John Diefenbaker (1957-1963) ordenó la construcción de uno de los búnkeres más grandes del mundo para que los miembros de su gabinete y un grupo de entre 500 y 600 elegidos pudieran ponerse a salvo de un ataque nuclear. Había que garantizar la continuidad del Gobierno y la reconstrucción tras la hecatombe.

La capital del país norteamericano, donde la deserción en 1945 de Igor Gouzenko marcó uno de los episodios inaugurales de la nueva política de bloques, era un objetivo en sí misma, pero sobre todo estaba en la trayectoria de la furia soviética si Moscú se decidía a bombardear con armas atómicas Estados Unidos a través del Ártico.

CONSTRUCCIÓN SUBTERRÁNEA

Nunca hubo que usar la construcción subterránea, 10.000 metros cuadrados repartidos en cuatro pisos, excavados hasta 30 metros de profundidad. La retranca canadiense bautizó el lugar como Diefenbunker cuando un periodista de Toronto desveló en 1961 lo que se escondía tras la tapadera de la supuesta construcción de un centro militar de comunicaciones.

Al tipo le escamó la cantidad de inodoros a prueba de terremotos que los camiones transportaban ahí dentro, así que alquiló una avioneta y acabó descubriendo el pastel.

  • En 1994, desaparecida su razón de ser con la caída del Muro de Berlín, el Ejército desmilitarizó las instalaciones, y, cuatro años después, el lugar reabrió como museo de la Guerra Fría. Es uno de los búnkeres mejor conservados entre los accesibles al público y “también funciona por las tardes como el escape room más grande del mundo”, añade orgullosa Christine McGuire, su directora ejecutiva, sobre una de las actividades más populares del museo.

Recibe unos 45.000 visitantes anuales, cifra que no deja de subir. La guerra de Ucrania, la amenaza de Putin de echar mano de su arsenal nuclear y las crecientes tensiones entre China y Estados Unidos no solo han situado el simbólico “reloj del fin del mundo” del Boletín de Científicos Atómicos más cerca que nunca del Apocalipsis, también ha hecho crecer el interés por el Diefenbunker. “Todo esto”, dice McGuire sentada en una de las 358 habitaciones del complejo, “es un testimonio de lo cerca que estuvimos como especie de la aniquilación. El miedo y la ansiedad han vuelto al primer plano. Muchos nos preguntan si todavía serviría como refugio de la lluvia radiactiva. Sentimos tener que decirles que no”.

Los visitantes acceden por las mismas dos puertas del apocalipsis que solo se habrían abierto, llegado el caso, a los escogidos: un grupo encabezado por el primer ministro (y no su esposa, Olivia, lo que, se rumoreó entonces, cabreó a Diefenbaker), el gobernador general de Canadá, entre 10 y 12 miembros del Gabinete y los altos mandos del Ejército. Lo primero era ducharse dos veces, con agua fría y caliente, y pasar por el contador Geiger, para probar que llegaban limpios de radiactividad. “A los que no, los mandaban al centro médico, con capacidad para todo, salvo para la neurocirugía y para operar a corazón abierto”, explica la jefa de operaciones Martha Boyd, mientras guía por el laberinto de estancias, que lucen muebles de época, amarrados para soportar “una explosión de hasta cinco megatones a dos kilómetros de distancia”. La recreación del ambiente opresivo provoca en el visitante una mezcla de irrealidad y claustrofobia.

El búnker tenía de todo para garantizar la supervivencia durante 30 días, tiempo suficiente para que se disipara la radiación ahí fuera: cabinas telefónicas seguras para comunicarse con el exterior, celdas de detención, oficinas para funcionarios, espartanos dormitorios separados para hombres y mujeres, un gran comedor con una relajante fotografía del pintoresco valle del río Bow y una cámara aislada del resto para almacenar las reservas de oro del Banco de Canadá, al otro lado de una puerta de 33 toneladas. Las instrucciones para abrirla eran un secreto repartido entre cuatro personas.