Hace poco recibí el mensaje de un amigo que vive en Estonia: me reprochaba, respetuosamente, mi postura pacifista ahora que Europa parece prepararse para la III Guerra Mundial, y afirmaba que está entrenando como voluntario en el ejército del país donde reside: su cuerpo se ejercita para la defensa ante un potencial ataque de Putin. Tras leerlo, se me erizó la piel; las manos me temblaron tanto que, hasta hoy, no he logrado responderle; y es probable que nuestra amistad se haya visto mermada por mi silencio. Simplemente, no concibo la posibilidad de un conflicto a gran escala —me habría gustado contestar—, precisamente porque la guerra me resulta una bestia inaprehensible. Desde que leí El peligro de estar cuerda (2022), ensayo de Rosa Montero, he sabido que quizá yo sea PAS (Persona Altamente Sensible), pero, más allá del autodiagnóstico, ni mi educación familiar ni vivencias posteriores me han preparado para un salvajismo de tal calibre. De niña, mi madre no apagaba la televisión si salían escenas de sexo, pues argumentaba que, socialmente, hemos desarrollado una tolerancia excesiva hacia la violencia y un puritanismo incomprensible respecto al cariño, así que crecí libre de miedo al desnudo y las artes amatorias —no vejatorias—, pero censurando cualquier mínima opresión del otro, tratárase de un wéstern o la espectacularidad balística de un Tarantino. Sin embargo, lo que terminó de reforzar mi repudio a la violencia fue vivir en Estados Unidos, inmersa en la ubicuidad de las armas, que en varias ocasiones sentí muy cerca: tiroteos en las inmediaciones de mi casa o la universidad.
Ahora que nos atruenan otra vez fantasmas olvidados pienso en los libros que leí, la recopilación de almas destrozadas transitando una imaginación con la que arcillo mi propia noción de ciudadanía, y ellos laten, indicándome el camino a no seguir en ninguna circunstancia. Surge Thomas Bernhard, cuyos Relatos autobiográficos (2023) desecan las flores y las convierten en virutas. El genio de las letras alemanas describe en ‘El origen’ cómo aprendió a identificar su clases de violín con la voluntad de suicidio y, cuando en mitad de la II Guerra Mundial aún tocaba el instrumento siendo estudiante en un internado, le sobrevino el sarpullido de la “monstruosidad como belleza, y no me producía ningún terror, de repente me enfrentaba con la absoluta brutalidad de la guerra, y al mismo tiempo me fascinaba esa monstruosidad”, probablemente debido a una intención de escapar de ella por sus propios medios. Bernhard ha sido tachado de nihilista atormentado, aunque en sus páginas rezuma un antiheroísmo poderosísimo que contrapone la ética individual a la masacre colectiva. Discurrir como sujetos que no quieren morir y, sobre todo, no quieren matar es una constante en las letras europeas, que van desde Günter Grass hasta el arte tan poético de Anselm Kiefer y pasa por obras magnas como Claus y Lucas, de Agota Kristof —reeditada en 2019—, donde la autora húngara muestra a dos gemelos sumidos en tal crueldad para con ellos mismos y los demás que dan ganas de nunca fabricar una bomba. Exiliada en Suiza, sumergida en una lengua extraña (el francés) durante el escaso tiempo que le dejaba su trabajo en una fábrica, llegó a decir, cuando alguien comentó que los extranjeros siempre andaban haciendo colectas para pagar las coronas de flores de alguna víctima de autólisis, que “cada uno se divierte como puede”.
- No es casual que ese rechazo de la guerra se haya producido especialmente en mujeres que la vivieron próxima.
En Tiempo de llorar (reeditada en 2021), María Luisa Elío da cuenta de un desarraigo que la perforó desde la infancia y desembocó en el único filme realizado exclusivamente por exiliados españoles, marcado por la temática de sus anhelos: En el balcón vacío (1962). Tampoco Mercè Rodoreda encontró sosiego en las vicisitudes bélicas, a juzgar por su emotiva novela La Plaza del Diamante, lanzada el mismo año, y únicamente en la recuperada Memoria de la melancolía (2021) María Teresa León experimenta una añoranza de la lid basada en sus robustas convicciones comunistas, las mismas que la condujeron a reivindicar a capa y espada la legitimidad del gobierno republicano y, bajo una lluvia de metralla, liderar el traslado del Museo del Prado desde Madrid a Valencia, en cuyo salvamento luego la sucedería el pintor Timoteo Pérez Rubio.