El árbol como protagonista de excepción en las obras de arte

Artistas de todas las épocas hacen suyos todos los atributos que se pueden conferir a secuoyas, encinas o higueras; y los incluyen en sus pinturas o esculturas como figurantes principales, valorando la importancia que tienen en la naturaleza

El prodigio que es un árbol, especialmente si se trata de uno ejemplar y centenario, conmueve por igual a chicos y grandes. En estos seres vivos se reflejan muchos de los anhelos del ser humano: la grandiosidad de su presencia, la serenidad frente a lo adverso, la longevidad ajena al reloj de las personas, la generosidad hacia otros seres vivos o la constancia. Cualquiera se sentiría pequeño bajo una milenaria secuoya gigante (Sequoiadendron giganteum), pero también bajo alguna de las majestuosas encinas (Quercus ilex) que crecen en muchas regiones españolas.

Los artistas de todas las épocas también hacen suyos todos estos atributos que se pueden conferir a los árboles y los incluyen en sus obras como unos figurantes de excepción, valorando en su justa medida la importancia que estos tienen en la naturaleza. En el arte clásico, el árbol podía verse retratado en bajorrelieves o en pinturas, en muchas ocasiones con un increíble naturalismo que se olvidaría después durante algunos siglos. Para comprobarlo, no hay más que deleitarse con las pinturas murales de la Villa de Livia (siglo I a. C.) y meterse en el jardín que allí conforman madroños, abetos, manzanos o robles.

A veces, en este periodo los árboles solamente son un recurso funcional y estético, como cuando un tronco cortado permite que una estatua clásica se apoye en él y no se desestabilice, como ocurre con la escultura del fauno del cabrito (siglo II d. C.) que cobija el Museo del Prado. O también pasa con el enorme grupo escultórico del Toro Farnesio (siglo II a. C.), en el que varios troncos soportan las figuras tanto del enfurecido animal como las de los dos hermanos.

En el arte occidental, hay periodos que, desde aquellos maestros clásicos hasta la llegada del gótico más descriptivo, ese realismo va y viene, y el árbol es un recurso más estético que otra cosa, al que normalmente se le prestan unos rasgos más genéricos y esquematizados. Incluso, en muchas ocasiones, los árboles se convierten en auténticas fantasías, con formas y colores imposibles en la naturaleza. Baste de ejemplo alguno de los árboles que pueblan las páginas de los beatos (siglos VIII al XIII), códices iluminados carentes de realismo en lo que a la parte arbórea se refiere.


Un enorme pino piñonero enmarca la composición en el lado derecho y empequeñece a los personajes pintados por Claudio de Lorena.

Un digno representante pictórico de la fascinación por el árbol podría ser Claudio de Lorena (1600-1682), francés de nacimiento, pero enamorado de una Italia en la que pasaría la mayor parte de su vida. En sus obras, los árboles tienen una presencia tan importante como los propios edificios y ruinas, los personajes pintados o las luces magistrales de sus cielos. Si nos detenemos en El arcángel Rafael y Tobías (1639-1640), un enorme pino piñonero (Pinus pinea) guarece la obra en su parte derecha, testigo de la escena sagrada que se desenvuelve en primer término. Su grandeza empequeñece a los personajes. Quizás también así se debía sentir el artista cuando contemplara una puesta de sol en Roma, bajo la copa de uno de sus pinos: pequeño, temporal y amante de la belleza que regalan los árboles, si se ha aprendido a mirarlos y a admirarlos.

Las encinas encuadran la escena y dirigen la mirada hacia el fondo en 'Vista del jardín de la Villa Medici de Roma con la estatua de Ariadna' de Velázquez.

El maravilloso realismo de Jan van Eyck a la hora de representar los árboles y otras plantas.

Un enorme pino piñonero enmarca la composición en el lado derecho y empequeñece a los personajes pintados por Claudio de Lorena.