"Creo que va a haber que cambiar las fechas de la nueva edición de Crónicas marcianas", escribió el 7 de julio de 1996 Ray Bradbury al editor Lou Aronica al ver que la fecha original que daba su libro de 1950 para el inicio de la conquista humana del planeta rojo era 1999 —luego se desarrollaba hasta 2026— y la cosa estaba aún muy verde. "Será mejor posponerlo unos 30 años, ¿no? ¿Para hacerlo coincidir con la expedición a Marte? Por favor, que alguien haga un cálculo aproximado y me contáis, ¿vale? La primera fecha en vez de 1999 podría ser 2029 y luego habría que calcular a partir de ahí, ¿de acuerdo? Así la NASA tendrá más de 30 años [de 1996 a 2029] para cumplir mi profecía". La carta del escritor de ciencia ficción a quien más se asocia con Marte (con perdón de H. G. Wells y Edgard Rice Burroughs) y que pidió que sus cenizas sean llevadas y esparcidas allí cuando quiera que llegue la primera expedición (¿2029?, ya veremos, vuelve a estar muy cerca), es una de las que puede leerse en la interesantísima selección de su correspondencia que compone el volumen Recuerdo, que acaba de editar en castellano Minotauro (traducción del inglés de Pilar de la Peña Minguell).
Eller destaca algunos rasgos de Bradbury que se revelan en las cartas, como que no le importaban las etiquetas de género y que siempre intentó mantenerse fiel a las características tan personales de su prosa (ese estilo poético y metafórico inmediatamente reconocible) y a su exploración de las complejidades del corazón humano, aunque al principio el mercado le solicitara otra cosa. A lo largo de la correspondencia va surgiendo un retrato completísimo de Bradbury con sus muchas luces (su entusiasmo, su alegría vital y su sentido de la maravilla, su generosidad) y sus sombras (inseguridad, vanidad, dificultad para aceptar las críticas, zalamería con los poderosos, el pánico a escribir ficción en formato de novela, pues se consideraba autor de relatos, o el miedo a las influencias). Pero, sobre todo, recalca Eller, en las cartas nos aparece ese escritor irrepetible que "se centraba en las cosas que mejor conocía: las esperanzas y los miedos, los sueños y las pesadillas, los amores y los odios que surgen de la infancia y nos acompañan toda la vida". O como le escribe el propio Bradbury al crítico cultural Russell Kirk en 1967: "En el fondo, por encima de todo, lo que me mueve la mayoría de las veces es una inmensa gratitud por haber tenido esta ocasión única de estar vivo, de vivir una experiencia milagrosa que nunca deja de ser extraordinaria a la par que desconcertante".
La primera carta del libro es muy significativa: a Edgar Rice Burroughs, el creador de Tarzán y de tantas novelas de fantasía. En ella, un joven Bradbury le pide en 1937 a Burroughs si quiere acudir a una sesión de su grupo de fans de la ciencia ficción en una cafetería de Los Ángeles. El veterano autor declinó confesándole su renuencia a hablar en público. Otros maestros del género con los que Bradbury tuvo correspondencia fue con Robert A. Heinlein (Tropas del espacio), Jack Williamson (Más oscuro de lo que creéis), Henry Hasse (con el que Bradbury colaboró en su primera venta de un relato), Theodore Sturgeon (que le escribe que es el único autor del que ha tenido celos), Richard Matheson, Frederik Pohl o Henry Kuttner, su principal mentor en sus primeros años en el proceloso mundo del pulp de ciencia ficción y fantasía de los años de antes y durante la Segunda Guerra Mundial, en la que Bradbury no combatió (inhabilitado, hizo un servicio alternativo escribiendo guiones radiofónicos para campañas de donación de sangre). A otras dos leyendas de la ciencia ficción, Leigh Brackett y Edmond Hamilton, amigos y mentores, les escribe en 1950 que ha conocido a Fritz Lang y que este le ha contado cosas fascinantes sobre la Alemania nazi como que Goebbels le ofreció dirigir la industria cinematográfica del país y Lang "salió por piernas". Comenta que Lang le ha contado que "Hitler confiscó todas las copias de La mujer en la luna porque desvelaba el secreto del cohete V-2". En otra carta, de 1951, les escribe una recomendación muy raybradburyana, con tintes de su admirado Robert Frost, que merece encuadrarse: "Bueno, chicos, pescad, navegad, construid, escribid, echad unas cabezadas, montad a caballo, flotad ligeros por las tardes doradas que se avecinan". A otro de sus grandes mentores, el crítico de arte e historiador del Renacimiento Bernard Berenson (1865-1959), Bradbury le escribe en 1958: "No puedo rebelarme contra lo que llevo en las venas. Las películas, las máquinas y la naturaleza, todo mezclado con magos, ferias y demás, encuentran un modo de resolver los problemas a través de mi obra".